El arroyo de Las Carachas se me apareció por primera vez la noche en que Vicente Huichalao me pidió que llegara en la micro hasta su casa de Bilbao alto, para que lo acompañara a unos mates antes de irse a los cueros.
Coyhaique recibía a esa hora la llegada del crepúsculo. A la distancia, cubrían el cielo radiantes rojos y anaranjados y ahí mismo me habló, tratando de convencerme para que me quedara más tiempo.
―Si no alcanzas a irte―, me advirtió, hay otra cama armada en la pieza de las monturas. También una vela. Y fósforos secos.
Con ese argumento no me podía resistir, aunque a Vicente no le habría quedado otra alternativa si me llegaran a buscar mis amigos de la calle Adarme, cerca de la cárcel, con quienes tenía que juntarme a esa hora. Pero la historia empezó a salir linda de la boca de Huichalao. Mientras avanzaba con sus palabras cortitas y un resuello patente por su vicio de fumar tanto, me di cuenta que estaba llevándome de viaje a unos 70 años atrás, envuelto en una imperiosa bruma de lejanía.
LAS CARACHAS
Los campos altos de Las Carachas habían servido durante las aproximaciones colonizadoras para dar cabida a gauchos y camperos, enervados por las duras jornadas del arreo. Cerca de los ñires y los lengales rojos, había un lugar propicio para descansar y recuperar fuerzas. Por eso resultaba tan importante el lugar. Muchas personas, incluyendo autoridades y visitas, propendían a buscar esas Carachas para ondear banderas de independencia durante las fiestas de la patria. Levantaron ramadas y cocinerías y organizaron un encuentro de cuatro días sin descanso. Era el lugar ideal para celebrar festividades, convocar a los tempranos ciudadanos y armar discursos de memoria. Huelga decir que estos hermanos y hermanas se habían afincado en el lugar y producían la tierra, levantaban las mediagüitas, melgaban en los surcos y criaban becerros.
LOS PROLEGÓMENOS DE LA COMPETENCIA
La lavandera Eduvigis Novoa, se dio cuenta que se acercaban las fiestas de la fundación, y pensó hay que hacer algo para aprovechar la llegada de tanta gente. Sí pues, ya era mucha la conmoción por su hermano mayor Lucero, al estar repitiendo desde el jueves que si llovía hoy se encaramaría a los árboles para romper el récord de ser el más grande apaleador de árboles de la comarca. La gracia estaba en que debían caer las gotas de agua de las hojas. Pero no las hojas. Lo estaba probando para las pruebas del 25 de Mayo, cuando llegaban muchos gauchos argentinos.
Además, ya se estaban oyendo las cantinelas del cantor, que eran como un regalo del cielo para los más aburridos. El viejo padre llamó a gritos a sus sobrinas vírgenes que andaban recogiendo frutillas silvestres en la loma y en un santiamén juntó astillas secas para levantar la fogata y meter sus dos peroles pucherangos que blandían el aire con chispazos.
Llovió tanto, que los follajes fueron ganando peso hasta doblegarse. Árboles y enredaderas estaban ahí a merced del agua, destilando. Las hierbas del culantrillo y el musgo ya se dejaban ver y en torno a ellas se vencían los ramajes hasta casi tocar el pasto.
BENITO LUCERO POR PRIMERA VEZ
Cuando unos treinta ciruelillos quedaron mustios de tanta agua amontonada, los madrugadores divisaron a Benito Lucero encaramado sobre el ñire más alto de la villa, azotando las ramas con la vara de coligüe de su abuelo Atanasio, mientras cantaba a todo gaznate y con los ojos turnios por tanta emoción, ese cantiquito empalagoso y acompasado llamado Paso del Norte.
La punta del coligüe golpeaba las enramadas del bosque concediendo una especie de poderío a Lucero. Los grandes goterones de la lluvia aliviaron el peso de la hojarasca, hasta que recuperó su tiesura. Lucero se cambió de árbol unas cinco veces y trepó como una ardilla, hasta alcanzar la parte más alta y atosigar de palos los sotos más cercanos para que el agua caiga al suelo sin llevarse muchas hojas. Así estuvo toda la mañana, sacudiendo, machacando y trasegando hasta donde le dieron las fuerzas, y repitiendo todas las estrofas de Paso del Norte, lo que hizo congregar al pueblo y sus poblaciones, que no llegaban más allá de los sesenta, mientras su voz horadaba el aire:
Paso del norteeee… qué lejos te vas quedandooo … tus divisioneees… de mí se están alejaandooo.
SOSTENIENDO EL TIEMPO
La Eduvigis y sus tres sobrinas eran expertas amasadoras, y se las vio toda la hora siguiente colocando caballetes e instalando la tabla ancha del amasijo mientras las otras arrastraban desde el bodegón los dos quintales de harina que habían ido a comprar a Quicaví. Para eso, tuvieron que moverse hasta el puerto en un viaje de cinco horas y regresaron trajeron los gordos sacos en sus carretas catangas. Llegaba el momento de otra fiesta. Bromearon con las chicas amasadoras cuando de sus manos emergieron los bollitos redondos y blanduzcos. Media hora más tarde ya estaban listos los envoltorios con el pino recién traído por la Flora y el Rubén en dos ollones de greda.
Lucero bajó de los árboles y se dio cuenta que estaba mojado hasta los huesos. Llegaron los palmoteos y ropa seca de gente que traía lo primero que encontraba en sus casas, incluso ponchos y pierneras que el joven se encargó de rechazar sistemáticamente porque las ayudas no contribuían para nada con su honor de hombre de campo. Lo que nadie había imaginado es que Lucero se iba a convertir desde ese momento en el más inolvidable apaleador de hojas mojadas de la tierra de las Carachas, algo que a nadie se le había ocurrido. Por eso la premura de las amasadoras con Eduvigis a la cabeza, que sabían a cabalidad lo que significaba un lugar con mucha gente.
―¡Las empanadas ya salieron de los fuentones! ―, gritó la Eduvigis y partieron las chiquillas a merodear por el lugar ofreciendo las empanaditas a cien, llenas de enjundia esperanzadora y ají cacho de cabra capaz de resucitar muertos. Pero no estaban solas. A Rosales del almacén no le parecía mala la idea de llegar con los cajones de botellas donde se meneaban todo tipo de bebidas y refrescos, además de la famosa cerveza argentina Palermo pastorizada.
En un instante se vieron todos reunidos en torno a los preparativos. Llegaron los rayeros y gritones para organizar la carrera de las cuatro, y también unos chicos que estaquearon la parte más iluminada y armar el cajón de la taba con la tierra lista, las lienzas tensadas y los astrágalos a punto para ser lanzados.
Desde el fondo de la multitud se encaramaron los coimeros. Las apuestas se dejaron sentir con energía y no perdieron tiempo los afanadores por la expectación en torno a los acontecimientos más importantes que eran las tabeadas y las cuadreras. Por la tarde todo transcurrió con Lucero aclamado por la gente, como el iniciador de toda la fiesta.
El joven se subió a los árboles antes de que cante el primer gallo. La conmoción duró toda la noche y a todos les encantó que la carrera la hubieran ganado los Orellana. Por eso, las amasanderas se la pasaron toda la tarde y parte de la noche gritando de dolor hasta que ya no aguantaron mucho y tuvieron que llamar a las Marías con sus sobrinas huérfanas para relevarlas.
PASO DEL NORTE
Desde el fondo seguían llegando sacos de harina blanca de Chiloé y el almacenero Rosales regresó de escarbar en el sótano del boliche un par de barriles con vino envejecido que le había traído en carreta desde Huandad su primo Bonifacio. Alguien le dijo a Huechán frente a la fogata:
Creo que nunca, des´que tengo memoria, se habían visto esas cosas aquí. Antes habían de estas fiestitas y usted dejaba su caballo suelto no más, si nadien se iba a acercar pa robarle. Estas cosas pasaban, tal como se las cuento. El famoso chico Lucero encaramado a los árboles moviendo ramas y todo mojado, viera qué lindo era too eso. Había que verlo… No caían más de diez hojas en el apaleo. Nunca más de diez.
Cuando los zorzales se posaron cantando por ahí, Lucero estaba todavía en pie, reventado de tanto rancherear, lleno de música y risas su enorme corazón tropero.
Muchos de los invitados querían seguir bailando y licoreando por dos días más. Pero los patrones no los autorizaron. Cuando el bullicio y la zalagarda llegaron a su fin, visitas y sus anfitriones fueron hasta la mansarda y prendieron un fuego tan descomunal, que por todas partes se sintió ese tremendo acaloramiento. Más aún cuando Benito Lucero, colmado de risitas y correteos, atestado de mensajes humanitarios, seguía cantando como si fuera para siempre:
Paso del norteee… qué lejos te vas quedando.
Oscar Hamlet Aleuy Rojas es coyhaiquino, Profesor de Lenguaje de la UCV, casado, padre de 5 hijos, radicado en Viña del Mar, donde escribe, diseña y edita sus propios libros y revistas sobre Aysén. Trabajó en varias agencias publicitarias en el boom de los 80, incluso fue Asesor de correcciones de estilo en La Revista del Domingo en la época de Ganderats. Pasó por Coyhaique destacando como productor de programas radiales de corte histórico, posee el banco de voces de pioneros más completo de la región y una nutrida colección de fotografías antiguas. Su legado para el mundo: preservar las historias de los hablantes tempranos, crear un mundo potente de testimoniales, enredado en lo real maravilloso de su región.
OBRAS DE OSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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