Por lo que me contó el que me entregaba los Penecas en el correo, don Cándido Franch no sabía que iba a acumular tanta riqueza vendiendo agua de vertiente en tanques de mil quinientos litros.
Recién se había fundado Coyhaique y era necesario un centro de acopios y repartos de agua para un pueblo que la necesitaba imperiosamente.
―Conozco de memoria el negocio. Los catalanes de Lérida y Orcáu lo traen en la sangre, cómo me van a contar eso a mí― proclamaba con declarada suficiencia.
LOS ORÍGENES
Cándido era gallardo y desenvuelto. De mozalbete, casi nada. Se había criado allá en la Cataluña y viajaría por las pequeñas alguerías de la comarca de Isona donde vivía junto a 153 almas, en un valle formado por un río pálido frente al monte San Cornelí. Menudo desafío éste del agua. Y se le hizo que podría hacerlo, pero no solo, sino valiéndose de unos cuatro muchachitos que tiraban de un tonelito recorriendo las sendas de barro de esta aldea coyhaiquina
―Y no sólo que tiren del alambre del tonelillo sino que, además, remarquen con entusiasmo que era tan barato como un centavo y medio no más.
Fue así que el primer Coyhaique tuvo agua de vertientes por primera vez a domicilio. ¿Cuántas casas había? Unas veinte o treinta. Esos repartidores gritaban fuerte, más que los gallos del alba. Un hombre de confianza cargaba el reparto principal de donde se surtían los chicos. Era un enorme carro, no apto para caballos debiluchos.
SUS CONTACTOS Y EL PRIMO MUNILL
Franch había llegado a Chile con la idea de juntarse con su primo y organizar un negocio de vinos. Pero cuando le dijeron que en ese territorio aysenino el Estado estaba entregando tierras a gente colona, se embarcó en un vapor desde Valparaíso y en 20 días descendió en un puerto lluvioso y solitario. No le tocó la época dorada de Aysén. Muy por el contrario, había una debacle económica galopante y se respiraba miseria y malandanza por todas las calles. Las casas que construían los carpinteros, eran mediaguas. Por doquier se topaba con chilotes entarquinados, suplicando en silencio algo que no se comprendía. Los buenos tiempos vendrían mucho después, cuando la capital se trasladaba a Coyhaique y germinaban con una gestión portentosa los primeros pasos de un puerto libre dinámico e imprevisto.
Franch, con su cuerpo temblando como si fuera un colibrí, se bajó del barco y se fue caminando a pie por el medio de una calle llena de fangos y albardillas. Golpeó la puerta desvencijada de la casa de su primo Munill y llegó a tiempo, cuando estaba a punto de salir a caballo al Balseo para tomar el camino a Baquedano. Lo vio muy montado y fumando caporal. Y se preguntó a sí mismo:
—Mi Francho, ¿qué estás haciendo aquí?
Echando hacia atrás el poncho negro y la bufanda, corrió a abrazar a su pariente. Luego se metió a la casa, hurgó en sus oscuras habitaciones y pidió un catre para descargar un sueño largo. Cuando salió a la calle al día siguiente, lo primero que le dijo Munill es que fueran al banco a hablar con Max Casas, el encargado de la Caja de Ahorros que funcionaba en una carpa al lado de la plaza, casi frente a la capilla. Venía cargado de ideas timoratas.
ALLÁ EN ORCÁU
Franch llegó de una provincia de Lérida llamada Orcáu, que parecía una ciudad coloreada por el azulino de sus fuentes de agua y sus puentes donde, año a año, se armaban bulliciosas fiestas de procesiones, ofrendas florales, teatros, jaranas y juegos ciudadanos. En ese lugar, a las cinco en punto de la tarde, como el poema de García Lorca, vio la luz del mundo Cándido Franch Thorm. el más vocinglero y palabrero catalonio de la pequeña comarca de Baquedano de 1930.
Los familiares de Cándido eran casi todos comerciantes de joyas, un escenario especialmente a propósito para la sagrada tradición de Orcáu de seguir la pista del oro por los caminos arenosos de los mercaderes o de poner a caminar a un viejo músico con un acordeón sobre sus hombros. Era tan árido y yermo el paisaje de la ciudad, que parece que Franch quería sobremanera quedarse al lado del agua que nunca vio. Tal vez por eso deseó estar tan lejos, para llegar a convertirse con el tiempo en el primer industrial del agua de un pueblo desconocido.
LA LLEGADA
Cuando llegó a Chile a través del Atlántico, se fue primero a vivir a Santiago y trabajó en la Vega Central, cerca de obreros con canastos que iban y venían por el restaurant La Bolsa.
En Coyhaique, la esquina de Parra con Moraleda se convirtió en un histórico frontis, rotulado como la primera bodega de vinos y licores. Le puso Bodega La Catalana. Sus competidores eran Martín Ercoreca, Juan Lapostól, Benjamín Velásquez y Fermín Altuna, con generosos expendios y una inmensa clientela de unas treintitantos clientes. Tiempo después llegaría Oleaga y un almacén con retoques originales de las típicas casonas del farwest norteamericano llamado El Centenario. A todos ellos Cándido les había conocido la cara y sonreído, allá cerca de la Vega, en la cantina del hotel La Bolsa de Santiago.
Cuatro años más tarde llegó a caballo a Baquedano acompañado de su primo Munill.
—¿Y?... ¿Cuánta harina hay? ―le preguntó bromeando.
—¿Cuánta harina? ¡Si me queda el puro afrecho! ―mintió el español, muy aficionado al billete y las cuentas optimistas.
LA INDUSTRIA DEL AGUA
La incipiente industria marcó una gran diferencia con el Baquedano de las cunetas y zanjones, e incluso de los chorrillos de agua que caían desde la Piedra del Indio o la Cancha del Regimiento. Eran lugares fáciles de identificar para las familias que iban a llenar cántaros y palanganas. El leridano de Orcáu terminaría con todo eso el día que paró un tonel de mil quinientos kilos sobre un carro de dos ruedas, en el que asentó sólidamente un depósito de agua dulce y salió a recorrer los barriales de la aldea con muchachitos vociferando a todo dar, que despertaban a los gallos y hacían torear a los perros:
—¡¡¡El aaaaaaaaaaa…gua!! ¡¡Llegó el aaaaaaa…gua!!!
La historia se cae sola de labios de su protagonista:
―No se imaginará usted que prepararse con un carro tan grande, un caballo tan pesado y un tonel de agua de más de una tonelada, fuera algo fácil. No pues. Fíjese usted que le compré el mejor caballo a los Cea, que tenía muchos y muy buenos, y vi que era el más resistente, lo cierto es ese pingo tenía la misión de arrastrar un carro con un barril de mil quinientos litros. Y como trabajó tantísimo, el pobre animal se reventó y quedó resollando frente al depósito de la calle Carrera, muy cerca del Centenario. No había nadie mirando eso, sólo un par de peones y dos chicas curiosas que pasaban caminando. El pingo quedó botado sobre una de las acequias de la derecha y como se reventó por el esfuerzo, un reguero de sangre avanzó largos metros sobre la cuneta.
LOS POZOS DE BAQUEDANO
Uno de los testimonios de chicos que trabajaron ahí y que hoy son octogenarios, señalan que había un pozo en calle Ignacio Serrano con Bilbao en un frente de veinticinco metros, al cual se accedía por una escala de alambre, divisándose el ojo de agua al fondo, que manaba de las profundidades de la tierra. Ahí llegaba día a día el caballo que Franch le compró al vecino Cea y que al año siguiente moriría de sobreesfuerzo. Cuando el carromato llegaba hasta la orilla del pozo, comenzaban los muchachos a accionar una bomba que traía el agua del fondo hasta llenar ese carro de mil quinientos litros. Acto seguido, una decena de voceadores se dispersaban cerca de los albañares y las cloacas ofreciendo el agua a los gritos.
LA IDEA Y EL CLAMOR POPULAR
La industria del agua prosperó, pero no fue idea de Franch, sino del alcalde Maximiliano Casas, quien aportó con brillantes sugerencias para que sea ejecutado el proyecto. Cándido Franch Thorm pasaría años más tarde a la tercera etapa de su vida, según él, cuando un palogrueso llegó de la Argentina a hacerme una atractiva oferta por su industria. Entonces se retiró de las pistas, vendió todo y firmó como socio del Deportivo Baquedano, se entreveró con las competencias de carreras y las truqueadas del Chible de la calle Moraleda y en poco tiempo formó parte de la vida social del lugar. Años más tarde nacería la Bodega la Catalana en Moraleda, donde sería agente de la CCU, y representante de marcas de vinos, licores y gaseosas.
―Eran otros tiempos, cuando el cinzano costaba un escudo noventa y por las Bilz y las Ginger Ale se pagaban unos insignificantes treinta y cinco centavos ―me aclaró con una sonrisa socarrona en la parte final de la entrevista.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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