En una alegoría reminiscente, los hechos del golpe de Estado contados desde el corazón y los sueños juveniles de un estudiante universitario.
La radio Rema 8001 de color amarillo barniz se había mantenido casi nueva desde que Jacobo Musalem se la comprara a un vecino, poco antes de hacerse dueño del edificio terracota en Irarrázabal con Pedro de Valdivia. Todas las tardes posibles la Rema nos entregaba la corpulencia de sus potentes parlantes, para enterrarnos bajo la música-ruido-gritos de Doors, Santana, In A Gadda da Vida y La casa del sol naciente. Eran largas horas sin hablar, moviendo la cabeza como monigotes desenfrenados. La vida se daba fácil y agraciada en septiembre de 1973. Había olor a libertad, y la palabra revolución se repetía como una monserga, tal y como sucedía entre las altas palmeras de la avenida Brasil de Valparaíso.
En esa Católica frente a la estación Barón, mi matrícula ya no valía un peso al entrar en crisis por los largos días de paros y huelgas entre las tomas y las revoluciones encarnadas. Marchábamos frente a esa U de rejas con candados y casi todos entendíamos lo que sucedía en el país cuando caminábamos desenfrenados sobre nuestros propios gritos entremedio de los buses de la calle Chile Argentina. La mayoría estaba lejos de ser militante o demostrar con denuedo una integración de grupos libertarios. Los días transcurrían sin hacer nada más que devorarnos a Marechal y Carlos Fuentes, seguir a Promis con sus clases de Literatura Española y a Jara que había hecho imprimir un cuadernillo largo en la biblioteca del primer piso con todos los análisis de nuestros libros leídos, en medio del boom de la nueva literatura hispanoamericana que había echado raíces en el puerto. Cortázar y Vargas Llosa llegaban a nuestros propios laberintos. El chico Cuadra nos enseñaba a amar a Brecht con Galileo Galilei y Madre Coraje y sus hijos.
EN LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE VALPARAÍSO
En Valparaíso vivíamos 38 estudiantes en un pensionado universitario de Chorrillos, frente a la línea férrea. Nos habíamos cambiado hace poco de San Roque, entre las selvas de acacios y olivillos, a un costado del camino a Santiago, donde casi siempre nos reuníamos a cantar sobre las colinas o a jugar baby en una canchita cerca de la piscina. Habitualmente, sin pedir permiso ni avisarle a nadie me encaramaba a un bus dorado de la Andes Mar, con persianitas en los vidrios y me iba derecho a Santiago en completo silencio y sin mirar a nadie para incorporarme al alma estudiantil de Macul.
A LA HORA DEL GOLPE
La mañana del 11 de septiembre de 1973, la radio Rema 8001 me despertó sobresaltado. Abrí los ojos y Horacio estaba en la cama del frente, fumando a todo dar. De fondo, Salvador Allende alcanzaba a conquistar los cuatro muros blancos del dormitorio con una voz monótona y penetrante. Era ése su último discurso antes de morir. Él mismo Horacio me dijo riendo que había tanquetas en las calles, y que la Moneda estaba preparándose porque los militares habían tomado las calles. Yo, como otras veces, no le creí nada. Pero cuando descorrí los visillos de la ventana del cuarto piso y escuché disparos y ráfagas, mientras un tanque de soldados se encontraba estacionado en la esquina, todo cambió y la vida que llevaba hasta entonces, se borró de una plumada. Al día siguiente a todos los jóvenes melenudos nos cortaron pelo y bigotes. Parecíamos petimetres y sólo nos faltaba la gomina y la raya al medio.
LO QUE PASABA EN MACUL
En Macul, un grupo de estudiantes nos juntábamos habitualmente en La Amapola Roja, para disfrutar la quietud de una especie de hogar, adonde nos íbamos a refugiar, a hacer reuniones, discutir y llevar invitados. Comíamos poco, llevábamos una vida precaria y desordenada con amigas, compañeros y lindas mujeres que fumaban y mostraban sus labios sensuales. Para ir al Pedagógico de Macul debíamos llegar a una fuente de soda de esquina, cruzar y trasponer la gran reja de entrada. Yo me iba al pensionado de las chicas, donde había un piano y muchas sonrisas y cariños. Casi siempre me acompañaba Víctor, mi hermano filósofo de Coyhaique. Respiraba entre nosotros una especie de rebote de la comuna de París, aunque sabíamos lo imposible que era una revuelta sofocada como la de 1871, cuando cayó Napoleón III.
Me gustaba estar ahí con Felipe y Víctor, Concha, Romano, la Tere de Valdivia que estudiaba Bellas Artes y otros gloriosos especímenes chilensis emuladores de rebeliones que no pasarían de ser meros sueños e ilusiones. Transcurrían largas horas en el Casino para analizar la vida, tomarnos unos buenos cafés y entrar derecho a reuniones en torno a mesas redondas y asambleas. O sea, no hacíamos nunca nada y el tiempo era como esos papeles de calendarios que se desgajaban día a día para irse a la basura.
ATRAPADO EN SANTIAGO
Cuando apareció por entre las calles una tanqueta con fuerzas armadas y los aviones de la Moneda hicieron gruñir sus turbos por el cielo de Santiago, me sentí preso, sin poder regresar a Valparaíso, con mis cabellos azotados por el viento septembrino, atorado en la esquina de una violencia que no imaginaba y sin poder salir de Santiago. Año perdido, pensé. Ahora sí, a olvidarse de la carrera y cruzar al otro lado, donde la Margarita y su madre panameña, que me recibían en un monono departamentito del piso cuatro, donde nos dejábamos transportar por los Beatles y cantábamos a dúo con la Tizona nueva esa maravillosa cantinela borracha de la Lucía en el cielo con diamantes.
REANUDANDO LAS CLASES PERDIDAS
La Católica de la calle Brasil quedó en manos directas de un miembro de la Marina, apoyado fuertemente por grupos de profesores que les ayudaron a elaborar un listado con alumnos indeseables. Hubo una especie de clasificación de ellos y entonces se aplicaron tres alternativas: alumnos sin problemas, condicionales o expulsados. Me tocó la del medio. Y regresé a clases con una cruz roja en el carnet, para lo cual me volvieron a matricular, debiendo volver a firmar la aceptación, pero ahora vigilado por un soldado con el cañón de la ametralladora muy cerca del lápiz. Supe que a algunos expulsados los hicieron desaparecer. Hubo entre ellos, una compañera de asignaturas libres, la María Teresa Eltit y otros como María Isabel Gutiérrez y Alfredo García, que fueron trasladados al regimiento Maipo junto a Silvio Palma de Derecho. A ambos se les perdió el rastro para siempre.
LOS LLANTOS DE LA TERE
Alcancé a regresar al Pedagógico de Macul para buscar mis cosas. La Tere del Bellas Artes me acompañó al paradero de buses y nos contamos cosas, llorando. Creo que la amé esa tarde. Me dijo: habría sido lindo tener un hijo contigo. Me voy, disparó mirándome. Voy a irme del país y seguramente será la última vez que nos veamos. Con ella recorrimos la larga lista de amigos que ya no veríamos, los nombres se aferraban a nuestra piel como si tuvieran garras, los arpegios de la guitarra y la carpa instalada en el patio donde nos íbamos a tomar cerveza y a besarnos, comenzaban ahora a diluirse.
LOS SIMBOLISMOS DE HORACIO
Horacio estaba en el departamento escuchando Born to be free, como si nada. Mientras enrollaba mi ropa y la ponía en la maleta, le vi los ojos llorosos. Yo te decía, yo te decía, comenzó a repetir. Me lanzó el disco de Santana con el famoso león grisnegro en un fondo emblanquecido con nueve figuras humanas escondidas en él. Creí escuchar el fabuloso Yingo, la Sambapatí y el Soul sacrifice, que se abalanzaron espléndidos sobre el aire con un fondo de baterías que nos transportó hasta el mismo paraíso.
Se compuso luego un ambiente enrarecido que hizo todo muy difícil y extraño. En ese espacio opté por aplicar la famosa técnica brechtiana del extrañamiento para que las cosas normales se llenaran de magia y estupefacción. El resultado fue más de lo que me imaginaba, ya que caminaron hacia atrás las últimas palabras del presidente, los fogueos en sordina de las armas automáticas, las tanquetas, los chicos del pedagógico corriendo a esconderse, la armada en Valparaíso y las reuniones clandestinas de los universitarios. Todo un amasijo de vendavales en ciernes, un pedazo de cielo invertido que se convirtió en fuego eterno, una frazada gruesa que ocultó todo y ennegreció los recuerdos, aunque sin lograr borrarlos.
NUESTRO PROPIO ONCE
Meses más tarde, cuando se habían acallado los impactos de una insanía que nunca pedimos, fui con mi madre a disfrutar de una velada familiar colmada de bondades y anhelos. Queríamos estar solos y tranquilos y el tío Sabres nos dejó la llave para quedarnos en el departamento de la Alameda, cerca de la plaza Constitución. Compramos un pollo y oí que mamá me decía mejor que no salgas, oí ayer que andan todavía reconociendo a los rebeldes, podría ser peligroso que te vean, especialmente con esa barba y pelo largo.
Como si fuera un presagio, un milico armado subió acompañado por varios otros y sin aviso, registró todo en medio de un gran desorden. El tío Sabres era miembro del Club de Caza y Pesca de Coyhaique y dos cajones repletos con municiones habían sido guardados ahí para ser enviados a destino.
Fuimos maniatados, y puestos en un jeep que nos trasladó a una comisaría de la calle Carmen. Nos salvamos por milagro, justo cuando el oficial estaba escribiendo la orden para ser enviados al Estadio Nacional. Pálidos y descompuestos regresamos a la casa, sin querer saber nada más por favor. de izquierdas ni de derechas, de milicos ni de comunistas.
LA LIBERACIÓN Y EL OLVIDO
El mundo cambió, salí adelante con mi carrera, el destino nos hizo luchar por nuevos ideales y volví a mi pueblo lleno de ínfulas, con un cartón bajo el brazo, asumiendo que debería hacer clases y no preocuparme de nada más.
Estuve doce años en las aulas. Pasaron por mí cerca de dos mil quinientos estudiantes, me casé, tuve hijos, comencé a escribir y a ser diseñador gráfico, trabajé en diarios y agencias. Cuando la memoria me volvió a llevar a esos tiempos de revoluciones y martirios, me di cuenta que lo único que necesitaba todavía era esa música que escapaba a todo control y nos metía a una zona sagrada, profundamente nuestra y llena de fuerza y estilo, donde éramos los reyes del mundo. Un mundo que estaba para siempre metido ahí y no nos dejaba ver ni sentir otra cosa distinta.
Tengo en mi casa a la Rema 8001 y nunca la he querido encender otra vez. Como si ese tiempo de ideales y esa música hubieran quedado eternamente atrapados entre el barniz amarillo y los transistores.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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