Mi primer encuentro con Juan Foitzick ocurrió en agosto de 1958 en una casa de esquina construida con material sólido y sin ocupar ningún clavo. Al tal Foitzick no lo conocía. Ni vi fotografía alguna ni oí nada sobre él. Pero por entonces, en su casa, lo observé muy cercano, especialmente cuando me alargó su mano cincuentona y me miró con algo de recelo. Él estaba medio encorvado y parecía una sombra, caminaba lento, a pasos cortos, mezclado entre otra gente. Su silueta infundía respeto.
–Juan Foitzick –me dijo, presentándose. Y me mostró su sonrisa de dientes amarillos, varios de ellos cariados. Se quedó conversando con mi madre por un rato muy corto y luego nos despedimos en medio de las sombras. Con los años desaparecí del pueblo y me fui a Valparaíso. En 1968 regresé de vacaciones y vine a encontrarme con nuevos sitios, diferentes barrios, otra gente, otros amigos. Una noche de jolgorios me fue presentado un tal Recaredo Llauquén, cuyo segundo apellido era Foitzick. Recordamos juntos a don Juan y regresaron las imágenes nebulosas de la esquina en esa casa imponente de dos pisos. No pude evitar preguntarle por él entre el ruido de la música y las luces.
—Ah, sí. En la casa. Pero no hace ná’ ahora, no trabaja ya ni anda a caballo ni sale. Supe mucho más sobre Foitzick. No quise ir de nuevo a verlo y sólo escuché en susurros que había entrado a su mundo solitario y taciturno, desentendiéndose de los demás, siendo ahora un personaje consagrado. Un verdadero héroe, un paladín, un modelo a seguir, por el simple hecho de formar parte del grupo de los que llegaron primero. Foitzick, cuando joven, había entrado al territorio por Coyhaique Alto en 1911 después de recorrer con sus carretas media provincia de Neuquén y el Chubut. Se ganó cariños y confianzas de esa manera. Vivía en su casa de campo cerca de Conales en La Unión, sus tierras originarias, cuando le fueron a contar que las autoridades estaban reclutando colonos para ir a Aysén. Una tarde cualquiera ensilló un caballo y llegó trotando a la casa de su amigo Zárate que tenía talleres en el río Golgol a la altura del lago Constanza, cerca de los límites. Con Zárate se conocían desde el servicio militar en un regimiento fronterizo perdido en las montañas. Le dijo que le construyera dos carretas grandes para Septiembre.
—Algo bien espacioso, para que se alcancen a subir mis parientes. Y otra pa’los trabajadores y peones. Dos meses después regresó al Constanza y vio algo casi listo, una carreta firme y robusta con la impronta de Zárate. Foitzick debe haber viajado entre La Unión y El Constanza unas diecisiete veces a caballo para ir observando cómo avanzaba la obra. Iba y venía para ver los progresos, imaginándose ya encaramado en los carros con toda su familia con rumbo a las praderas de Aysén, en una caravana majestuosa.
Cuando faltaba poco para entregar las chatas, Zárate analizó su longitud y resistencia, el tamaño y la seguridad, deteniéndose en el aguante de las estacas, los candeleros y las aletas de contención. Había por allí un libro viejo lleno de manchas grasosas que su amigo le mostró con frenesí. En algunas de sus páginas se dejaban ver carromatos vivos en nítidos dibujos. Vio varios, y le gustó imaginar el suyo terminado y avanzando por las amarillas estepas de la pampa. Cerró los ojos.
—Explícame los detalles —le pidió Foitzick. Su amigo le dijo que el vehículo iba a ser tirado por dos caballos vareros con riendas, que eran los de adelante. Irían dos de refresco cerca de las barandillas de los culateros, y dos laderos en la parte final del vehículo. Eran seis caballos perfectamente ubicados en las estructuras. La chata podía albergar unas ocho personas además de los enseres y los bártulos. El vehículo principal lo ocuparía su mujer doña Zafira y unos tres o cuatro hijos pequeños que iban envueltos en mantas peleras. En la segunda carreta irían algunos hermanos y primos con sus familias.
Atrás, en un catango, los peones auxiliares. Y abajo, por las huellas, una media docena de caballos pilcheros. Raimunda me lo contó a la luz de las velas: En ese entonces ya tenía seis, pero los otros no estaban, se habían ido antes a una casa escondida entre mañíos, cerca de Río Mayo, donde su compadre Delfín. Salieron a caballo de madrugada en Mayo de 1912 desde la casa vieja del río y cruzaron la frontera cuando faltaban diez minutos para las cinco de la tarde. Foitzick sabía lo que estaba haciendo. Llevaba noches desvelado tratando de imaginarse el inicio del viaje e incluso se le había ocurrido garabatear una especie de mapa con direcciones y lugares estratégicos.
Pero le quedaba poco tiempo y quiso dejar que eso se quedara así, solamente como una muy buena idea. En el primer poblado ya se hablaba de los ingleses de la compañía, que habían levantado una estancia en los alrededores y que lo único que se veía era una pampa de unos 200 metros para las carreras y unos corralones atestados de caballos. Sería el futuro pueblo. Se llamaría la Pampa del Corral.
Dos años antes, entre 1909 y 1911 se produjo la entrada del primer Foitzick, Alfredo, que llegó desde Valdivia. Le seguían numerosas caravanas de gente en carretas y chatas en condiciones parecidas a las que pensaba dirigir don Juan. Cruzaron llanos y praderas por caminos polvorientos y llegaron portando guías de campaña, para buscar territorios. En el grupo venían el negro alto José Navarrete, el bigote Pascual Macías y el chueco Carlos Pascual Solís. Los tres eran de Ñuble y Río Negro. David Orellana y Francisco Marchant iban detrás y al poco tiempo ya sumaban unos treinta hombres allegándose hasta el Valle Simpson, mesturados con la gente de Balmaceda y Chile Chico. Rodolfo von Flack, el bellaco pavo, llegó primero a Huemules y vivía con un peón gringo en un puesto de palo a pique que después ocuparía Orellana, cuidando una majada de su hermano Carlos, el gringo maldito, conocido por las tropelías de Chile Chico unos años más tarde, allá por los lejanos dieciochos. No fue hasta 1913 que entró el primer grupo dirigido por José Mercedes Valdés a poblar el Lago Elizalde junto a los balmacedinos Bravo, Carrillo, Figueroa y Silva. Después entraron los vallinos y ensenadinos Pardo, Parra, Jara, Jaramillo, Urrieta y Valdebenito, éstos últimos de intensas misiones en las primeras jornadas de Balmaceda. Eran grupos perpetuos, recordados por toda una provincia.
Quienes conocieron a algunos de estos camperos, no se quedan en silencio: Ahí estaba don José Mercedes Valdés, con su rifle colt colgado de las chiguas y una botella grande de aguardiente de Chillán, montado a ese caballo tordillo que nunca olvidaré. Recuerdo que Valdés tenía un vozarrón ronco que a mí me daba miedo, pero igual me hacía pasar a su rancho y a veces me convidaba su resto de aguardiente, nos reveló con respeto el tropero Almonacid. Uno de los nietos más cercanos a Foitzick me confesaría ochenta y dos años más tarde: en cierto momento de la vida de mi abuelo, los administradores ingleses de la compañía, se organizaron para matarlo: A un viejito que andaba en los trabajos con mi abuelo, le pagaron los de la compañía para que lo eliminara con veneno, el antisárnico que venía en los envases Cooper, o sea, arsénico puro. El viejito era conocido de mi abuelo y en un descuido roció bien la tetera. Y como mi abuelo se levantaba temprano para tomar mate antes de salir y tenía por costumbre enjuagar bien los utensilios que empleaba para su mate, encontró raro que su tetera estuviera blanca y con ceniza. El asunto es que después se supo en realidad lo que había pasado porque el viejito desapareció justo esa noche. Me parece que quedó un resto en la tetera y llegó un gatito a lamer a la orilla, donde se juntaban los churrascos y que estaba con algunos restos de polvo. Murió el gatito. Y como mi abuelo era una persona muy observadora, se dio cuenta al tiro que fue al viejito que le encargaron la fechoría y que éste desapareció rápidamente, quedando en evidencia que hubo un intento fallido de homicidio.
Segunda parte.-
Don Juan ya estaba instalado y se produjo un trabajo monumental destinado a marcar los límites de sus posesiones. La entrada más fácil era por el sector del valle de Coyhaique en la misma alambrada que él había traspuesto desobedeciendo ordenanzas de la compañía y que empalmaba con las faldas del cordón Divisadero y las costas del río Simpson, hasta donde llegaba el límite de las concesiones inglesas. El pionero apareció una madrugada de sol montado en su zaino junto a Belisario Jara, Facundo Ramírez y Delfín Jara. Querían entrar al valle por las áreas limítrofes de Río Mayo, acompañados por una quincena de peones. Ahí estaban Juan Manuel Contreras, Manuel Ruiz, Federico y Paulino Vera. Juntos trataron de acercarse lo más que pudieron a la Pampa del Corral mientras ya se estaban preguntando cómo sería. La puerta de entrada a los terrenos del Valle Simpson estaba relacionada con el acceso al valle de la Pampa del Corral, el puesto y casa de Foitzick cerca de la recta, donde termina el cordón Divisadero que ellos mismos llamaron Las Candongas, una muy conocida caída a pique del último peñón del cordón Divisadero. Es ahí donde Foitzick levantaría casa y corrales, en las inmediaciones de un camino de unos mil quinientos metros, la recta como terreno apto para la realización de carreras y el advenimiento de celebraciones cívicas como la Fiesta chilena de Septiembre y la argentina de Mayo. Se podría decir que la presencia de Foitzick ahí fue algo fundamental para atraer gente de otras latitudes. No sólo sería una especie de patriarca protector, sino que, además, su casa y su estancia se iban a convertir en centro social y polo obligado de convocatoria para fiestas, reuniones, citas y celebraciones. Es bien conocida la profusión de campamentos espontáneos en el mismo sitio en que se fundaría Baquedano y que fue conocido como la Cancha y la Pampa del Corral. Este sitio generaba la cercanía de la Estancia a unos 5 kilómetros de la Pampa. Muchos peones que llegaban del puerto intentaron de inmediato conchabarse con patrones desconocidos por una cuestión de instintiva supervivencia.
Mucho antes ya existía un núcleo más activo y organizado en los alrededores de la casa de Foitzick en la recta, a los pies del rocoso promontorio llamado hoy Peñón del Cordón Divisadero. Muchos ya habían levantado la voz. Otros, los más técnicos, elaboraban propuestas para definir el sitio de la Pampa como muy apto y estratégico asiento de un pueblo nuevo de los ocupantes de las tierras del Valle, esos colonos espontáneos que se habían adjudicado tierras por derecho propio. Eran los ocupantes del otro lado de las alambradas de la Compañía, al suroeste de la Pampa del Corral, donde se divisaban potreros rodeando la última cumbre del cordón Divisadero a una cuadra de distancia y que los carabineros usaban para acorralar caballos. Por eso se llamaba Corral de la Pampa.
Un kilómetro más al sur el administrador John Dun había fijado el límite de los terrenos concesionados, alambrando con siete hilos desde el cerro hasta el río, y rematando con un portón angosto donde pasaba sólo un jinete, y un letrero rústico que ordenaba Cierre la Puerta, un rótulo colocado por los mismos carabineros. Ahí comenzaban las tierras de Juan Foitzick. Su casa estaba a unos dos y medio kilómetros de ahí, siguiendo el actual camino al sur, emplazada en un alto de colina y rodeada por alamedas. Juan Foitzick era de Conales y había nacido en 1878 y emigrado a Argentina en 1901. Se estableció en Ñorquinco y Río Mayo. Después de atravesar una pampa maldita en las cómodas chatas de Zárate, hizo su entrada triunfal a Valle Simpson hacia 1913 a través de una senda que él mismo había abierto antes por Aguas Negras y la Senda (actual Lago Frío). Los caminos que actualmente circundan dichos lugares son las picadas iniciales abiertas por él y su gente para venirse con los primeros miembros de su familia, sobre carretas y animaladas en un tránsito lento desde Conales, llegar al Manso y cruzar hacia El Bolsón accediendo a las colinas de Río Mayo. Zárate le había dejado listas las carretas a don Juan en su enésima visita al Manso. Fueron viajes eternos y encuentros cansadores, donde cada vez se iba viendo algo distinto. Al fin, se logró y los dos grandes armatostes estuvieron listos, así que cuando llegó el buscatierras, ya venía preparado. Esta vez eran cuatro los caballos y tres hombres que le acompañaban, todos armados y prudentes. Con su amigo trepado al asiento y cerca del pescante, ni se imaginaba cómo sería manejar sus nuevas chatas. Zárate se sentó con él para explicarle los detalles de la velocidad, los frenos, las varas, el balanzón, las candeletas, las vigas, las estacas… y las cuatro ruedas, las más pequeñas delante y las enormes atrás. Además, le sugirió poner lonas superpuestas rodeando las estacas sobre la barandilla y le explicó en detalles la forma de atarlas y de cimbrearlas. —Si no las pone y las amarra, olvídese del viaje, el viento es fiero y el frío entra por la piel y puede llegar a la sangre.
Por la mañana regresaron a Conales para iniciar los preparativos con bártulos y toda su gente en una caravana histórica. Lo primero era salir de Conales y tratar de llegar hasta Angostura con tropillas de mulas, caballos y pequeños catangos. Entre Conales y Angostura mediaban unos 100 kilómetros. El viaje empezó bien, con gritos de felicidad y despreocupación de toda la caravana. Don Juan era mano abierta con todos. No paraba nunca de dar trabajo a quien se lo pidiera, de ayudar a los pobres o darles caballos y hacienda a sus trabajadores, ser siempre amigo de todos, especialmente cuando carneaba muchos animales y cuando llegaban las visitas para verlo y conocerlo.
En dicho puesto tan atractivo no solo había posibilidad de trabajar por un salario y sustento diario sino además, familiarizarse con una vida prestada del otro lado, donde era imposible no hablar el idioma campero gaucho, usar indumentaria, echar mano de técnicas ganaderas gauchescas y, sobre todo, disfrutar de dichos, modismos y contadas criollas en medio de las mateadas más suculentas con la yerba mate Napoleón, el café Saint y el vino de San Juan que venía en botas de cuero y que traían en barrilitos de madera desde Río Mayo. Todos los paraderos tenían nombre, llegábamos a Casa de Piedra, al Cerro Las Minas, al Cardal, pero antes teníamos otra parte que se llamó Simpson por esa parte del Correntoso para abajo. Recuerdo que por esos años ahí estaban los escombros de un galpón viejo que había tenido antes la compañía, los escombros no más yo vi porque había sido montado sobre zoquetes, muy grandes se ve que había sido antes de la compañía, contó una mañana de lluvias Norberto Raín Lepío en El Correntoso. Luego de despedirse de Zárate y sus hombres, la caravana de dos chatas, seis caballos de tiro, ocho pilcheros y cinco mulas inició el recorrido rumbo al Áysen. Debían primero llegar a la frontera por un camino viejo y de ripio suelto. Al abandonar Anticura, habían andado un par de horas y eran las 9 de la mañana. Dos horas más tarde llegaban a la frontera a través del Paso Huahum. Pero la noche los sorprendería en las inmediaciones de la Estancia La Lipela, cerca de Neuquén, en pleno río Negro. Llegaron a esos pastizales cerca de las 9 de la noche y con la poca luz que quedaba buscaron unos árboles con buen reparo y levantaron su primer campamento atando los caballos, los pilcheros y las mulas cerca de un arroyo.
Aquella jornada había sido demasiado dura, y mientras algunas mujeres y su prole dormían dentro de las carretas, los agotados hombres mataron los primeros corderos y se emborracharon alrededor de la fogata hasta que los ganó el sueño. Al día siguiente se levantaron temprano y con el canto del gallo, armaron carretas, ordenaron y dispusieron las bestias para el segundo tramo. El derrotero era cruzar una senda corta hasta entrar al camino que bordeaba el río Limay y avanzar al sur, atravesando la corriente del arroyo Carbón, y detenerse en la primera punta del Lago Nahuelhuapi, adonde esperaban llegar en horas de la noche. Fue una etapa relajada por ser una ruta pareja, con el camino plano y casi en línea recta. Cuando encontraron el lago eran poco menos de las 8 de la tarde y aún el sol estaba tibio, aunque corría un viento pesado anunciando aguaceros. Al igual que el primer tramo, éste se mantuvo parecido, buscando un lugar reparador y liberando a las bestias de las carretas para llevarlas a pastar y a beber cerca de una corriente de aguas limpias. Mientras, las carretas con mujeres y niños se instalaban cerca de unos árboles frondosos, se daban los preparativos de empanadas y tortas fritas que entre todos acomodaban, usando algunos los cojinillos de las monturas. En unos cuatro días llegaron a golpear las puertas de la casa de Belisario Jara, quien sintió gran alegría al ver a su compadre frente a él. Descargaron carretas, las desarmaron y llevaron a todos los animales a un precioso corral de varas cerca de unas grandes frondas. La gente, parentela y peonada, fue distribuida en cómodos dormitorios. Había espacios amplios e iluminados, grandes mesas, sillones mullidos y baños con agua caliente y perfumada. En toda la tarde y muy entrada la noche el grupo departió entre fogatas y asados de cordero al palo, las mujeres, como de costumbre a un lado, y los hombres al otro, mientras retozaban chicos y chicas por doquier. Foitzick y Jara conversaron sobre los planes de acercamiento a las posesiones de la estancia en el bajo Coyhaique. Tiraron líneas, coincidieron en varias cosas, fueron claros y consecuentes.
Ambos arrastraban por largo tiempo secretas ambiciones y sueños incumplidos. Quedó establecido así que ambos con sus bártulos partirían el domingo a la hora del alba y Jara junto a su gente de confianza, les acompañarían, ayudándolos en las rutas y las trayectorias de la huella. E invirtiendo una buena cantidad de dinero en esta verdadera empresa colonizadora. También les explicaría con lujo de detalles la situación política de los administradores ingleses, los que habían arrendado al Estado de Chile grandes hectáreas de campos para iniciar la explotación del negocio de la lana y que habían prohibido terminantemente que gente extraña ocupara esos terrenos ya alambrados. Las carretas de Foitzick aparecieron por Coyhaique Alto en un avance sostenido, llevando familias, peones y animaladas. Era un conjunto bien claro de colonos en busca de tierras propias, que venían a quedarse para siempre. Pero no imaginaron las grandes dificultades que tendrían que enfrentar.
Era impresionante divisar a lo lejos un grupo de carretas cancinas, vehículos lentos que arrastraban un puñado de esperanzas que con el tiempo deberían convertirse en la historia original de las primeras ocupaciones. Mi padre Juan se había venido de la Unión. Buscando tierras orejanas. Se quedó en Argentina cuando pasó por el Piedrero y Mirasol, y llegó a Río Mayo. Entonces vino a explorar Aysén con sus famosas carretas y sus gentes, entrando por Aguas Negras, Lago Castor y avanzando por la cordillera unos ocho días, hasta llegar a Valle Simpson. Venían varios ahí, su amigo Delfín Jara, su hermano Manuel Foitzick, Loreto Jara, Manuel Vidal de la Jara, Manuel Lleufo. Cuando llegaron cerca del cementerio de la Ensenada encontraron un puesto de la compañía y un puestero les prestó ayuda, pero les advirtió que vayan a pedir permiso a la estancia para seguir— me dijo emocionado Celestino Foitzick.
La epopeya de Foitzick no tiene parangón, no sólo por haber sido el que entró primero al valle, sino porque, además fue el primer gran contraventor de las sagradas ordenanzas de una compañía intocable. La entrada de las carretas por sobre las alambradas constituye un verdadero acto soberano, el que determinaría posteriormente el carácter de la gente de Aysén. Las carretas construidas por Zárate resistieron perfectamente la maniobra del pionero.
Tal como dijo, iría a Río Mayo a preparar su arremetida contra las alambradas en un acto heroico y lleno de significado. Traspuso las alambradas con varas que amontonó junto y sobre las alambradas, estaqueándolas para que resistan. Desarmó sus carretas. Llevó a los animales al río para que traspongan los límites a nado. Y aleccionó a sus hombres para que demostraran en todo momento coraje y audacia. Cuando llegó al otro lado, la contravención estaba lograda. De ahí, a avanzar hasta sus nuevas posesiones cerca del valle Simpson, era pan comido. Juan Foitzick y sus familias, eran a partir de entonces los nuevos colonos del Valle. Lo único que Foitzick dijo muchas veces después que todo se hubo calmado y regresara a la normalidad, era lo difícil del avance en sus carretas por las cercanías de Coyhaique, antes de llegar y también cuando inició su aproximación a las tierras del Valle Simpson:
—Era muy difícil andar, no se avanzaba, aunque uno quisiera. Había demasiados fuegos, demasiado peligro en todas partes, demasiados troncos quemados. Deberían habernos avisado. Deberían haberlo hecho. Pero nunca nadie nos dijo muy claras esas cosas que estaban pasando por aquí.
Por Oscar Aleuy Rojas
Antecedentes biográficos del autor:
Oscar Hamlet es Oscar Hamlet Aleuy Rojas, coyhaiquino, profesor de Lenguaje de la UCV, casado, padre de 5 hijos, radicado en Viña del Mar, donde escribe, diseña y edita sus propios libros y revistas sobre Aysén.
Trabajó en varias agencias publicitarias en el boom de los 80, incluso fue Asesor de correcciones de estilo en La Revista del Domingo en la época de Ganderats.
Pasó por Coyhaique destacando como productor de programas radiales de corte histórico, posee el banco de voces de pioneros más completo de la región y una nutrida colección de fotografías antiguas.
Su legado para el mundo: preservar las historias de los hablantes tempranos, crear un mundo potente de testimoniales, enredado en lo real maravilloso de su región.
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