Por Rafael Martínez Carvallo
El objetivo había que materializarlo y buscar cómo iniciar la travesía. El chef, Gonzalo Galdames, llevaba un tiempo pensando en tener una panadería. Había trabajado en un restaurante donde le tocó hacer pan y conoció la masa madre. Empezó a leer libros y ver tutoriales.
Al volver a Santiago, se sumergió más en el tema: trabajó tres meses, de forma gratuita, en la conocida panadería santiaguina, La Chocolatine. Llegaba todos los días a las cinco de la mañana para ver y realizar el proceso de producción.
Quiso dar otro paso. Tras buscar la opción de tener una panadería en Maitencillo, su polola, Carmen Luz Jeraldo, le hizo una propuesta: “¿Por qué no probamos suerte en el sur?”. Dicho y hecho. Tras la pregunta, comenzó a enviar su currículum.
A mediados de 2014, armaron todo y emprendieron rumbo. Gonzalo entró a trabajar como cocinero al Fundo Santa Inés de la Vega, ubicado en Nuevo Braunau, a veinte kilómetros de Puerto Varas. “Nos entregaron una casa, de un ambiente, a 800 metros del lugar”, cuenta Carmen Luz.
Mientras tanto, ella se dedicaría a poner música y ser la anfitriona de algunos eventos en este centro. A pesar del riesgo, la historia comenzaba bien en el sur, había una base para iniciar la travesía.
Fueron transcurriendo los meses. El verano de 2015 los tuvo con trabajo constante y ya asentados en su nuevo hogar. Sin embargo, con la llegada de junio, la temporada de eventos y matrimonios se daba por cerrada, lo que les sacudió el piso. Había que ingeniárselas y generar ingresos.
“¿Qué hacemos?”, se preguntaron. “Vendamos pan. No teníamos qué perder y era la oportunidad para cumplir el sueño de ser panadero”, comenta Gonzalo.
Partió donde su jefe y le preguntó si podía utilizar la cocina para trabajar. La respuesta fue positiva. Listo. Manos a la obra y a la masa.
A los pocos días, Carmen Luz, quien se encontraba por trabajo en Santiago, compró un horno antiguo y una amasadora en un remate en Ñuñoa. La maquinaría llegaría en camión a la Región de Los Lagos.
Gonzalo empezó a desarrollar su idea. A las 8 de la mañana estaba practicando con la harina. Luego, había que trasnochar. En la madrugaba debía hornear.
“Era duro, porque aquí me fui formando. A veces los panes quedaban chicos, la masa no subía, no fermentaban o simplemente, quedaban feos. Pero se estaba dando la oportunidad”, detalla Gonzalo. Se iría perfeccionando.
Por su parte, Carmen Luz -conocida entre los suyos como Calú- pensaba en cómo vender el producto.
“Gonzalo ya había patentado una marca cuando tuvo la idea de la panadería. Tenía la escritura, la sociedad estaba lista: Masa Madre”, cuenta Carmen Luz. Era una gran ventaja. Con este nombre creo un logo, un perfil en Facebook e Instagram, donde presentarían su primera estrategia: regalar panes.
“Empezamos a seguir a gente de Puerto Varas en redes sociales y escribí un mensaje donde anunciaba que Masa Madre iba a regalar panes. La gente debía enviarme su dirección y yo haría el despacho casa por casa para que nos conocieran”, relata Calú.
Un poco más de treinta personas enviaron la información. Había resultado. El primer pan entregado fue el integral de semilla. “Fue todo muy rústico, con mucha preocupación y dedicación. Compramos unos cartones y unas pitas para envolver cada pedido”, agrega.
Los comentarios positivos fueron llegando. Mientras organizaban la segunda entrega gratuita, ya quince personas les habían solicitado más panes. Se iniciaban las ventas. La demanda comenzó y no perderían la oportunidad.
La pareja pensó con rapidez en un itinerario. Ofrecerían pan a domicilio con entrega dos veces por semana.
La rutina de Gonzalo empezaba cada domingo. Era hora de poner toda la práctica en juego. Este día comenzó a amasar a las 8:00 de la mañana, haciendo el primer paso para el producto final. Debía hacer el trabajo con anticipación porque no contaban con la fermentadora que reduce el tiempo.
Como hacía tanto frío el pan no crecía y debía esperar muchas horas para eso. Iba a revisar a la cocina y volvía a la casa. Hacía la caminata varias veces. “Luego se quedaba cuatro horas, desde las tres de la madrugada, horneando para que yo tomará los panes a las siete, los envolviera y partía a repartirlos”, agrega Calú, quien hacía una lista de los clientes con una ruta para optimizar el tiempo y gastos.
A pesar de la entrega, se estaban quedando con panes. “No los puedo regalar siempre. Ahí pensé en venderlos en la calle”, cuenta la protagonista. Así fue a probar suerte. Compraron dos canastos de mimbre para poner los panes y decidieron que tras las entregas, Calú, iría al centro de Puerto Varas a vender lo restante.
“Me ponía con los dos canastos, unas pinzas y un banano para poner la plata. Vendía sus 20 o más panes en tres horas”, detalla. “La gente empezó a preguntar dónde lo hacíamos”, agrega. Ella les entregó el contacto.
Un movimiento que hizo que la clientela fuera en aumento. Gonzalo y Calú, con el aumento de las ventas a domicilio, decidieron vender su vehículo y cambiarlo.
“Pensamos en un auto más panadero. Entonces, vimos un Peugeot Partner en un aviso de Santiago y partimos a buscarlos. Ahora podíamos meter más cajas y repartir más”, cuenta el panadero.
Sin embargo, no sería el único movimiento. Para poder moverse más rápido y como una forma de llegar más a la gente decidieron comprar una bicicleta.
“La compramos en Correos de Chile, tras un intento fallido con una antigua y unos canastos de fierro que le pedimos hacer a un soldador para colgarlas, pero, no funcionó, eran muy pesados”, recuerda, entre risas, Calú. La nueva bicicleta la pintaron negra y le pidieron a su vecina, quien era costurera, fabricar dos canastos de tela para unirlos al velocípedo.
El primer día fue la señal. La gente hizo cola. Era una novedad. Y la acción se fue repitiendo semana a semana en Puerto Varas y también camino a Ensenada. Llegaba con el auto repleto e iba rellenando los canastos. Agregaron al pan integral de semillas, focaccia, ciabatta y rollitos de canela.
Pero, también tuvieron que lidiar con problemas. “Llegaba el inspector municipal y me echaba. Yo había ido a preguntar a la municipalidad por permisos, pero no existían. Y si me ponía cerca de un mall los dueños de tiendas pedían que me sacaran”, relata.
A pesar de este inconveniente, ambos concuerdan que fue un punto de inflexión la idea. “La bici es nuestro punto de partida. Eran las ganas de darnos a conocer sin tener nada. Las ganas de crecer eran más grandes que los obstáculos”, cuenta Gonzalo.
“Fue muy buena publicidad, los turistas se sacaban fotos conmigo y me decían que se sentían en Francia. Eso me hacía sentir muy bien y me daban ganas de vender más”, agrega Carmen Luz.
Así estarían dos años.
Las buenas noticias venían todas juntas en los meses venideros. En medio del surgimiento y boom de Masa Madre, ambos se casaron y cambiaron de casa. Sería en el mismo campo de Nueva Braunau, pero a un hogar con garaje.
“¿Qué hicimos? Con el dinero de los regalos del matrimonio decidimos hacer nuestro propio taller de pan en el garaje”, relatan.
El trabajo para el pan se haría más fácil con las nuevas modificaciones. Sin embargo, la estación significaba poco descanso y horas de sueño. Era verano, con lo que Gonzalo debía retornar al trabajo por el cual llegó al sur. El centro de eventos tenía agendados matrimonios, todos los sábados, hasta abril.
“Fue un tiempo de locos. Debía cumplir los dos horarios y pegas. En el día un trabajo y en la noche otro, o viceversa. Por ejemplo, de 9 am a 14 pm haciendo masas y luego matrimonio de las tres de la tarde a las tres de la madrugada. O en otras ocasiones llegaba a las una de la madrugada y me iba directo a la cocina hasta las ocho de la mañana para irme a organizar un evento. Pasaba de largo”, recuerda el cocinero.
Y ese mismo verano, una noticia haría cambiar los planes. Carmen Luz estaba embarazada. El trabajo seguiría igual de duro y con una planificación clara para seguir creciendo, pero la metodología de ventas cambiaría para los futuros meses.
“La bicicleta se guardaría. Como ya contábamos con una gran lista de clientes, decidimos volver al reparto en casa”, señala Calú. La entrega a domicilio serían los martes y viernes.
La familia estaba en camino a crecer. Cuando los eventos culminaron y Carmen Luz con cuatro meses, llegaba otra noticia que marcaría el destino de Masa Madre. El esfuerzo trajo la apertura de otra puerta.
En mayo, Margarita Gross y Enrique Damm, los organizadores de la Feria de Frutillar Rural de la Fundación Plades, los invitaron a participar. Todos los sábados se reúnen agricultores de la zona y emprendedores con sus puestos a vender.
“Aceptamos y desde el primer día tuvimos una linda recepción. Nos empezamos a hacer conocido en una nueva ciudad”, expresa una de las artífices del negocio.
Con el transcurso de las semanas, ya no sólo eran pedidos en Puerto Varas, los clientes de la feria sabatina querían más y más pan. “Cada sábado nos decían, vénganse para acá, los estamos esperando”, cuenta el matrimonio, quienes al escuchar tanto esta frase les nació la idea de irse a vivir a Frutillar y hacer una panadería allá.
La idea estaba fresca, había que ordenarse. Por mientras, serían padres y seguirían trabajando en modalidad a domicilio, en los eventos y la feria. En ese mismo período, iban buscando opciones para instalarse, visitando lugares y terrenos. Reunión tras reunión, pero nada era concreto. Para el paso final aún queda, y en eso, llegaría la pandemia.
A pesar de que el comercio debía cerrar y las personas estar en aislamiento social, Masa Madre estaba registrada como un negocio que abastecía a la ciudadanía de un producto de necesidad básica: el pan.
“Como la gente no podía salir, el alza de clientes fue más del doble”, cuenta Calú. El teléfono sonaba y sonaba. Los mensajes eran cada vez mayores.
“Fue una inyección, porque la feria se acabó y los matrimonios también. Necesitamos un ingreso por lo que fue una nueva ocasión para concentrarnos netamente en el pan”, agrega Gonzalo.
Siguieron con este mecanismo durante el 2020. Año que también fue un tiempo de reflexión. Eran diversas las señales para que el pan fuera el único trabajo de los dos. La búsqueda de un lugar en Frutillar empezó más fuerte, dado que en Puerto Varas los valores eran muy altos.
“Estábamos haciendo entrega a domicilio y el campo era muy lejos. Mucho gasto de bencina y pinchábamos neumático todas la semanas por las condiciones del camino. Necesitábamos un nuevo lugar para tener la planta de producción”, enfatiza Calú.
El trayecto de camino de tierra eran 18 kilómetros de ida y vuelta.
A finales de año, un llamado sería definitorio. Unos de sus clientes, Black Burger Bar, les pidió hacer quinientos panes de hamburguesas.
“Me quedaron mal, tuve un problema. Los hice de nuevo, pero fui a conversar con ellos de lo que me había pasado. Había un grupo de personas que estaban construyendo algo en el negocio y que me escucharon lo qué pasó”, parte contando Gonzalo.
En el diálogo con Jackson, el dueño de Black Burger Bar, le comentó que necesitaba crecer. Estas palabras las escuchó Marcelo Rojas, el arquitecto a cargo de los trabajos. Este último se acercó al chef y le dijo que conocía de un lugar, que podía generar el contacto de inmediato si le interesaba.
Llamó a Franco Bertolone, quien es el dueño del Patio Winkler y de otros lugares, quien estaba arrendando una casa en Frutillar Alto. “Él vive en España y estaba justo en Chile. Eran muchas las coincidencias”, comenta Gonzalo. Pactaron reunirse en unas horas más. Todo se estaba dando.
Al visitar la casa, el panadero sabía que era el lugar perfecto para la planta de producción. “Era una casa antigua que estaban remodelando. No miento, estaba a punto de caerse, pero qué perdíamos, si estábamos alejados en medio de un campo. Acá pasan autos y tiene una vereda. Cumplía con lo necesario”, agrega.
Le contó su proyecto. El propietario quedó maravillado y le dijo: “si quieres trabajar acá, tienes que vivir en el lugar”. Las palabras de Franco iban con un ofrecimiento. Él era dueño de otro terreno, cercano a la planta, donde se estaban construyendo casas para arrendar. Lo invitó a que fueron a verlas.
Gonzalo, quien fue a Frutillar a resolver un problema, ahora se encontraba con dos alternativas muy llamativas para las intenciones de Masa Madre: una futura planta de producción y un hogar. “Tengo que ir a hablar con mi señora y mostrarle lo que nos están ofreciendo”, pensó.
Llegó a Nueva Braunau a contarle todo a Calú. “Era el destino. Volvimos ese mismo día a Frutillar. Vi mi sueño, el potencial en la planta y la casa nos encantó. Cerramos de mano un acuerdo para ambos lugares. Era de locos lo que había pasado”, recuerda.
Dos semanas después, el matrimonio se reunió con Franco en un restaurante para firmar los contratos. Sin embargo, una nueva sorpresa se presentó.
“Chiquillos su proyecto me encanta y les quiero ofrecer algo más. Tengo un local en el centro casi listo y me gustaría que fuera de ustedes”, les propuso.
La ubicación en pleno punto neurálgico de Frutillar Alto era una oportunidad imposible de desperdiciar.
“Llevábamos dos años buscando un lugar para cumplir el sueño de la panadería y esto llegaba de improviso, pero era el resultado de tanta persistencia”, menciona Carmen Luz. Fueron a visitarlo y era todo lo que esperaban. Confiaron y cerraron el trato en seguida.
Ahora la pareja debía esperar el fin de las construcciones y remodelaciones. En ese tiempo, también se tomaron decisiones definitorias. El verano del 2021 ambos ya estaban dedicados netamente al pan.
Masa Madre era su único trabajo y podían dedicarle el 100% de su tiempo desde ahora en adelante.
Llegó el día. A mediados de marzo, se cerraba el capítulo en Nueva Braunau. Llegaron a la casa nueva y trasladaron toda la maquinaria que tenían en el garaje a la futura planta de producción. Pero este no sería el único gran cambio.
El nombre Masa Madre también quedaría en el pasado. “Nos etiquetaba en un solo producto y nosotros queríamos diversidad”, dice Calú. Empezaron con las ideas y Franco fue quien dio en el clavo: “Gonzalo hace el pan, pero todos te conocen a ti desde la bicicleta. Deberían ponerle Calú, los conocen más por tu nombre, persona e historia”. Esa frase sería definitoria.
Ahora serían: Calú Panadería Artesanal. Era el inicio de un nuevo comienzo, un nuevo impulso.
Todo se iba ordenando. La tienda ya estaba lista, sus dueños estaban preocupados de cada detalle: llenar los estantes, poner plantas y decorar el lugar para hacer sentir a cada visitante en su casa. Todo era de madera reciclada.
“Pusimos varias fotos en el local y en la planta de producción de nuestros inicios para nunca olvidarnos de dónde partimos y que fue de cero”, menciona Carmen Luz.
Aparte de tener un lugar para vender y otro de producción, el negocio dejaría de estar compuesto solos por dos personas. Ahora, había un equipo de cocina y vendedoras junto al matrimonio. Serían doce trabajadores.
“Nos tuvimos que acostumbrar a trabajar en equipo. Aprender a delegar y soltar un poco. Eso fue genial, ya que significó darles oportunidad a otros”, relata Gonzalo.
Uno de los nuevos rostros es Agustín Santini, quien dejo toda su vida en Montevideo, donde trabajaba hace quince años en el área de farmacéuticas, para llegar al sur de Chile y cumplir su sueño: “Quería ser panadero, tenía esa inquietud. Por contactos, en enero del 2021, Gonzalo y Calú me llamaron proponiéndome esta oportunidad. Yo no sabía nada, pero no dude y me vine”.
Gonzalo lo guiaría poco a paso, entregándoles cada vez más responsabilidades con el transcurso de los meses. Hoy se encarga de la producción de las masas, haciendo junto a los otros panaderos entre 170 a 200 kilos diarias.
“La panadería es cumplir un sueño y hacer lo que realmente me gusta. Haber llegado acá fue como nacer por segunda vez. Estoy pleno, contento. Es muy lúdico”, concluye.
Por su parte, Leyla Abu-Qalbein, una de las vendedoras, resume la llegada de la pañería a Frutillar como un fenómeno revolucionario: “Dieron a conocer un nuevo tipo de pan en la zona y de primera calidad. Pero lo más admirable, es como partieron. No se saltaron ninguna etapa y va a ir in crescendo. Ellos pueden seguir explotando y explorando”, menciona.
En septiembre, hace un año, abrieron una segunda tienda en la planta de producción. Ahora en ambos lugares de venta el objetivo era empezar a innovar, hacer productos nuevos y tener cosas nuevas. Mayor variedad y ofrecer una amplia gama de productos de emprendedores locales que les recuerdan sus comienzos.
“Nosotros partimos así, sin resolución ni factura. Mientras trabajen bien y hagan bien sus productos también los vamos a apoyar, así ellos van creciendo y todos lo hacemos”, explica la dueña de la panadería artesanal.
Como si fuera un viaje en el tiempo, y empezarán un nuevo tour, Calú y Gonzalo están pensando en sus inicios. “Tal vez retomar alguna feria y volver a nuestros inicios en Puerto Varas. Hasta volver con la bici”, añora Carmen Luz.
Además, esperan que el negocio mantenga su lado familiar con el transcurso del tiempo. Hace pocos meses, Trinidad, la hermana de Calú, también se sumó al negocio.
“Nos gustaría que fuera como una panadería europea, que persista por generaciones, pero sin obligar a nadie”, dice Gonzalo.
Palabras a las que se suma su esposa: "Queremos que sea algo para siempre. Mantenernos así, chiquitos, pero siempre con la misma calidad”.
Ambos entran a su negocio y ven lo construido. Se miran felices, sin embargo, señalan que a las ruedas de la bici le quedan muchos caminos por recorrer y que queda mucha harina por trabajar.
“Es un camino de mucho sacrificio. Nos sentimos bien, porque todo el esfuerzo ha dado su fruto. Pero no satisfechos porque aún falta mucho por explotar y explorar”, concluyen.
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