Por Roberto Cadagán
“Estaba luchando, pero hubo un minuto en que asumí en que iba morir. Me di cuenta que estábamos mal y que quizás no saldríamos de esta situación con vida”, dice Marcelo Pérez Hott, experimentado montañista osornino que hoy recuerda su inolvidable 16 julio de 2015.
Lo que comenzó como una jornada de aventuras en la nieve junto a su amigo José Ignacio Cortés, como muchas de las que había tenido en la Región de Los Lagos, pronto se transformó en una pesadilla que lo llevó a asumir que no saldría vivo.
Pérez y Cortés pasaron 48 horas perdidos en la cumbre del volcán Casablanca. Sufrieron hambre y frío, tuvieron alucinaciones por el agotamiento, pero nunca se rindieron y salieron con vida.
Han pasado siete años de aquella experiencia que les cambió la vida. En conversación con Diario de Osorno, Pérez cuenta cómo esa travesía le cambió la vida para siempre.
Marcelo Pérez Hott es un amante de la naturaleza, ha sido así desde pequeño cuando era boy scout.
Ya era un experimentado montañista cuando ese 16 de julio de 2015 junto a su amigo José Ignacio Cortés decidió emprender una travesía a la cumbre del volcán Casablanca (1999 metros sobre el nivel del mar) desde el centro de esquí Antillanca.
La dupla llevaba un equipo compuesto por antiparras para proteger la vista y la cara, grampones que son unos dispositivos que se colocan en las botas para desplazarse en el hielo; piolet para hacer autodetenciones y para ayudar a la marcha durante el trayecto; además polainas, guantes y ropa adecuada. Luz frontal y cortaplumas.
Y en alimentación solo llevaban una barra de chocolate y algunos frutos secos porque pensaban hacer una actividad rápida. No iban a necesitar más.
“Queríamos estar a lo máximo siete horas en el volcán y regresarnos a Osorno. Hicimos una marcha rápida. Salimos desde Antillanca, nos desviamos hacia el cráter Raihuén y empezamos el ascenso atacando el cono del volcán”, cuenta Pérez a Grupo DiarioSur.
A los 45 minutos de marcha empezaron a hacer pequeños descansos para luego remotar la marcha. Todo normal hasta ahí.
Los problemas comenzaron cuando llegaron a la cumbre. “Allí se produjo un cierre total de la visión. Sabíamos que estábamos en la cumbre porque ahí hay un hito que permite identificar que había alcanzado la meta", relata.
Con el paso del tiempo, Pérez reconoce que cometieron una serie de errores en esta travesía. Primero, comenzaron muy tarde, alrededor de las 12:00. “Para hacer este ascenso hay que empezar más temprano”, opina.
Iban confiados, por sus aptitudes físicas y porque ya conocían el trayecto.
Pero todo cambió… Y para mal.
De pronto y en cosa de minutos la cumbre se cubrió de blanco por completo y se generó mucho viento y nieve. Panoramas muy poco favorables para los montañistas.
Tenían muy poca visión. “No podíamos ver nuestros pies. Se nos dio la condición que se conoce como viento blanco, que es lo más extremo en la montaña y en invierno puede ser fatal. Nos pilló en la cumbre, en el peor momento y en el peor lugar”, recuerda.
Si bien habían visto los pronósticos del tiempo, estos indicaban la posibilidad de una tormenta en 24 horas, pero se adelantó.
“Ese fue otro de nuestros errores. Tuvimos un exceso de confianza, falta de equipo como GPS para ubicarnos. Fallamos en la comunicación, no le avisamos a la gente de Conaf sobre nuestro trayecto y el horario de salida”, agrega.
La dupla estaba muy confiada en sus técnicas de ubicación a través de accidentes geográficos. Por ejemplo, cuando había visión podían ver la ruta, el cráter, los lugares para salir, algunas rocas para identificar la ruta de bajada.
Pero como no tenían visión alguna, no sabían cómo salir.
“Después de deambular por la cumbre para ver hacia qué lugar podríamos ir entendíamos que era inviable quedarnos allí porque íbamos a morir congelados. No teníamos visión, hacía mucho frío, fuimos bajando como podíamos, con mucha cautela”, detalla.
Marcelo cuenta que decidieron seguir bajando, tanteando el terreno.
“En algunos lugares se desplazaba la nieve, escuchábamos como una especie de avalancha. Como íbamos ciegos, no sabíamos para dónde ir. A veces el viento era tan fuerte que teníamos que anclarnos al suelo. Era un viento de 120 kilómetros por hora con 20 grados bajo cero”, comenta.
- ¿Qué pasaba por tu mente?
“Sabía que mantenerme en movimiento era la forma de sobrevivir. La idea era salir de la exposición a las condiciones climáticas. Mucha nieve y viento. Había caído en dos días hasta dos metros de nieve en distintos sectores. Toda marca o elemento geográfico que serviría para orientarnos estaba cubierto de nieve.
Imagínate que ni siquiera podíamos vernos entre nosotros dos. Como teníamos linternas frontales sólo veíamos los haces de luz. Nos gritábamos y tampoco nos escuchábamos”.
- ¿En esas circunstancias iban amarrados?
“No, no estábamos encordados. Íbamos sintiendo la nieve, con mucha precaución. Si vas con cuerdas de pronto puede caer uno y pasar a llevar al otro. Eso, en esas circunstancias, es una muerte segura.
- ¿Qué hicieron cuando llegaba la noche?
“Hicimos una trinchera. Con las manos y los pies hicimos esta especie de hoyo en la nieve para pasar la noche. Pusimos unas ramas abajo, pero solo sirvió como un efecto sicológico porque con el frío, el viento, el granizo, la lluvia y el polvo de nieve todo estaba mojado y con hielo”.
Todo era blanco y llega un momento donde no sabes qué está arriba y qué abajo. Era una sensación de estar dentro de una lavadora. No era un refugio como para descansar. Mi amigo me dijo: espero que no estemos cavando nuestras tumbas
- No era muy motivador…
“Claro, pero en esos instantes yo le dije que había que luchar, había que salir adelante. Él era el fuerte del equipo y tuve que levantarlo anímicamente. Y también darme fuerzas a mí mismo”.
Marcelo Pérez relata que en esos instantes viene un choque mental y sicológico muy fuerte. Uno siente miedo, pánico, soledad, angustia, hay hambre, ver el hielo por todas partes, la ropa ya no abriga como antes y empieza el delirio.
“Hay un sobresfuerzo físico para mantenerse ahí, estar tirado en el hielo. Uno se arrepiente de haberse metido en esa situación. Hay pena por la familia. Uno no sabe si va a sobrevivir en ese momento”.
- ¿Qué hiciste?
“Había que apelar a la fe, a la esperanza, a tener una actitud positiva y al amor a la vida y a los seres queridos. Así fue como logramos trabajar en equipo con el máximo de compañerismo. Eso nos permitió subir la moral. Mantuvimos la humildad al momento de tomar las decisiones de seguir un camino inexplorado y tratamos de no preocupar al compañero con pensamientos negativos”.
- ¿Y el miedo?
“El miedo ayuda. Hay que saber dominarlo y te mantiene alerta. Cuando estamos en ese hoyo en la nieve, espalda con espalda, cada diez minutos había que pararse y hacer ejercicios para sacar calor y luego regresaba a la trinchera. Ahí salía el otro. La idea era no dormir. Dormir es morir.
- ¿Es verdad que antes de la muerte congelado se siente calor?
“Es verdad. Se le llama la muerte dulce”.
Marcelo comenta que en este punto estaban completamente mojados, con mucho frío y notoriamente cansados.
“Antes de amanecer después de una noche en que nos propusimos no dormir nada, la lluvia y nieve continuaban cayendo. Muy temprano emprendimos la marcha y no dábamos con el cráter”, relata.
- ¿Pensaste que no había nada qué hacer?
“Sí, hubo instantes en que lloré porque me sentí angustiado. Da mucha pena cuando uno entiende que va a morir. Estaba luchando, pero hubo un minuto en que asumí en que iba morir. Me di cuenta que estábamos mal
- ¿Te preocupaba la muerte o la angustia que provocarías a tu familia?
“Me angustiaba mi familia. Me preocupaba la pena que iba a provocar en ellos, el no poder despedirme. Estaba triste porque pensaba que no podía ser así el final. En esos instantes recapacitaba y me decía que había que luchar al máximo”.
En ese segundo día cuando los montañistas no encontraban la salida hacia Antillanca se internaron en el bosque en medio de la tormenta.
Comenzaron los delirios. “Estábamos tan cansados que yo deliraba, sentía voces, ladridos de perros. Iba hasta la cintura de nieve, el agotamiento físico era extremo”, declara Pérez.
El osornino recuerda que llegó un momento en que vio agua congelada. La empezó a seguir y se empezó a formar un río pequeñito. Esa noche hicieron una segunda trinchera en la nieve.
“Seguimos con la rutina de hacer ejercicios, pero estábamos tan cansados que no daba resultados. Reiniciamos la marcha, teníamos mucha hambre, comí una que otra hoja para, por lo menos, mover la mandíbula”.
“Al tercer día dormimos algo, caminamos después con muchos obstáculos y el sol levemente empieza a entrar en el bosque. Allí tuve una alucinación súper fuerte. Estaba tirado en la nieve y me llegó un rayo de luz y me empezó a dar calor de a poco. Pensé que era mi final, que me estaba entregando. Cuando sentí el rayo de luz en la cara, como que desperté y volví a entender dónde estaba”, cuenta.
Poco a poco la nieve empieza a bajar y aparece el barro. Pérez comenta que el primer ruido que sintió en aquel bosque fui el canto de un chucao.
“Ahí entendí que lo íbamos a lograr. Vimos huellas de animales y desde lo alto divisamos el lago Rupanco. Tras caminar un buen rato en el bosque escuchamos un helicóptero. Salimos a un claro para hacerle señales, pero no nos vio”, dice.
“Con mi amigo llegamos al lago y luego un río. Pensábamos que tendríamos que cruzarlo y justo vimos unas personas que estaban pescando. Les hicimos señas, se sorprendieron al vernos y nos gritaron si éramos los que estaba perdidos", relata.
"Salieron corriendo y nos cruzaron en lancha. Nos llevaron a la casa de la familia Altamirano. Nos atendieron súper bien. Nos dieron abrigo, café y comimos algo… Lo habíamos logrado”, señala.
Aquel instante fue de descanso. Junto con comprender que habían salvado con vida de aquella experiencia límite, aprendieron a valorar las pequeñas cosas del día a día. “Nos quedamos junto a la cocina, la típica cocina de campo con bancas detrás. Nos quitamos parte del equipo, nos acomodamos en torno al calor y fue lo mejor que he sentido en mi vida”, asevera.
Recuerda que aquella familia se comunicó con las autoridades y les informaron de su hallazgo. Cruzaron el lago y los llevaron al lugar donde estaban los equipos buscándonos. Allí también estaban sus familiares.
Fueron momentos de emoción, de llantos y abrazos. De felicitaciones y alegría.
“Ahí con mi amigo nos dimos un abrazo y nos dijimos: ¡lo logramos! En ese momento sentí como si hubiera ganado diez copas del mundo. Después nos llevaron en ambulancia a Puerto Octay y de ahí a Osorno”, relata.
- ¿Qué dijeron tus familiares?
“Estaban súper angustiados. Había pocas esperanzas de encontrarnos con vida. Como anécdota te cuento que cada persona que nos veía nos iba poniendo ropa encima. Terminé con gorros, bufandas, chaquetas”.
Han pasado los años y con ese periodo de reflexión, Marcelo Pérez comenta que en cierta forma esa experiencia le cambió un poco la vida. “Cuando cuento esto reitero que primero hay que aceptar que se está perdido y tratar de mantener la calma”, dice.
-No buscar culpables…
“No, porque la cabeza debe estar en un modo sobrevivencia. Tratar de generar calor y seguir en movimiento evitando lesionarse, cuidando la ropa y el equipo. No discutir, todos queremos sobrevivir, pero hay que tomar decisiones”.
- ¿Qué hace la diferencia en esos momentos cuando crees que todo está perdido?
“Sin duda que la esperanza, la fe, el amor a la vida, el compañerismo, el trabajo en equipo. No darle espacio al pánico. sacar energías de donde no hay. Desde ese momento me propuse que haría solamente las cosas que me gustan y que iba a ser un apasionado por la vida”.
- ¿Y lo has hecho?
“Sí, después de esa experiencia me casé con mi polola y ahora tenemos dos hijos. Ahora al analizar lo que nos pasó entiendo que en la vida nada es tan complejo, que todo puede tener solución. La vida para nosotros cambió. Después de un tiempo volvimos a ir a la montaña y me reconcilié con ella. Estamos a mano”.
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