Por Carla Lorena Iglesias Fernández
Es temprano y llueve en la comuna de Lanco. Los autos se menean con el viento por la carretera que une Lanco y Panguipulli. A la altura del kilómetro 14, por la ruta T-125, se ve el letrero verde: Puquiñe. Es la ruta directa al único camino, mitad asfalto, mitad ripio y tierra, que permite llegar a la escuela Rucaklen.
Desde la entrada de Puquiñe hasta la escuela son ocho kilómetros. La tierra se ha convertido en barro y se puede ver maquinaria -detenida por la lluvia- que después de muchos años asfaltará el camino completo.
Para una comunidad como la del Lof Külche Mapu de Lumaco que, en parte, se ha hecho fuerte y forjado su identidad por las características aisladas de su territorio, el asfaltado se acepta como cediendo a algo inevitable. El pavimento trae nostalgias de costumbres que tendrán que abandonar: las caminatas de los padres con sus hijos a la escuela, la tranquilidad por los autos que no exceden la velocidad, los animales cruzando por el camino, el sonido de la carreta a caballo. La comunidad teme, además, que la gente al ver estos adelantos se vuelque en la búsqueda de un progreso económico sin sentido, un auto, un auto mejor, un auto mejor que el del vecino, dejando de lado “lo otro”.
Lo “otro” es profundo, es por lo que el cuerpo docente de Rucaklen y la comunidad de Lumaco aún no bajan sus brazos: un proyecto educativo que les permita fortalecer su cosmovisión mapuche en todo el territorio.
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Segundo Huanquil guarda en su memoria la historia de los inicios de la escuela, instalada en los años ‘50 en uno de los fundos que ocupa aún territorio mapuche, el Fundo Nuevo. Sus tíos estudiaron allí y fueron testigos de su traslado. Integrantes de la comunidad que madereaban en el fundo armaron las tablas y luego las trasladaron a Lof Külche Mapu y empezaron la construcción donde actualmente está la cancha de la escuela.
El 5 de septiembre de 1979 finalizó su reconstrucción y fue bautizada como “Rucaklen”. Antes de ello, como quien busca encajar, tuvo diversos nombres: Escuela Fiscal, Escuela Las Vertientes del Futuro Nuevo, Escuela fiscal N°199 y N°122. Segundo recuerda que a sus ocho años se empinó entre sus compañeros para ver a los soldados que llegaron a la escuela para el acto de inauguración. Los militares iban con sus uniformes verdes y el brillo de sus instrumentos despertaba la curiosidad de los alumnos.
Ahora no sabe si tanto lustre a los zapatos que ha dedicado su madre fue suficiente para la solemnidad de esos hombres que, en fila perfecta, con inmensos instrumentos entre sus manos, se pararon rígidos y comenzaron la melodía marcial: “Cesó el tronar de cañones, las trincheras están silentes y por los caminos del norte, vuelven los batallones, vuelven los escuadrones, a Chile y a sus viejos amores”.
Finalizaban los años ‘70 en Chile y eran tiempos difíciles para los mapuche, aún se hablaba de araucanos y españoles en los textos escolares y la dictadura usaba sus métodos de hostigamiento, silenciamiento, muerte y tortura. Métodos que hicieron mella en el pueblo mapuche y que en gran medida fueron la causa de la pérdida de la práctica del mapuzungun. “Sólo con el hecho de que nombraran mi apellido, me avergonzaba”, dice Segundo.
Segundo Huanquil trabaja desde hace siete años como auxiliar de la escuela Rucaklen. Amable y sonriente, de estatura media, se desplaza con energía y humildad, saludando a los niños y niñas que conoce desde siempre. En la década del ‘70, cuando estudió aquí mismo, el establecimiento era sólo una sala. Sus dos hijos mayores también son exalumnos, pero ya están en el liceo y aún le queda por criar al menor de dos años, que espera, en un futuro no tan lejano, ande correteando con otros niños por Rucaklen.
“La escuela ha recibido a muchísimos integrantes de la comunidad, la mayoría han sido alumnos, y los que no, apoderados o se apegan a la escuela desde la comunidad, a través del Guillatún, el Wetripantu y el Ayllarrehuen”, dice Segundo, y se para a recibir una camioneta que ha llegado con materiales donados para la construcción de una esperada bodega. Una bodega que nunca logró recursos públicos, y que servirá para habilitar uno de los baños que cumplía esa función. El director, profesores y algunos apoderados le siguen, sumándose a la cuadrilla.
Para Segundo Huanquil es imposible separar su trabajo en la escuela de su lugar en la comunidad. Aunque de pequeño temía decir su apellido, la fuerza de los loncos lo impulsó a abrazar su identidad. Desde los 18 años ha sido dirigente y ha peleado activamente por la recuperación de las tierras que ocupan las forestales, ubicadas en lugares de sitios ceremoniales y donde nacen las aguas que alimentan el territorio. Desde el 2011, organizados a través de trawunes, tomas de camino y controles territoriales, el Lof Külche Mapu, no cede ante la ocupación de sus terrenos y las plantaciones de monocultivo.
-Hoy mis hijos van al liceo y se sienten orgullosos. Adonde van dicen su nombre y su apellido completos -se enorgullece.
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No importa que lo digan y señalen organismos de relevancia y renombre como la Unesco. No importa que existan más de 900 lenguas en el mundo en peligro de extinción y que el mapuzungun sea una de ellas, una lengua en situación de resistencia. El sentimiento de luchar contra la corriente es inevitable.
En Chile sólo el 10 por ciento de los mapuche habla el mapuzugun y apenas otro 10 por ciento lo entiende, mientras que el resto no tiene ninguna noción del idioma. De las 70 familias que componen el Lof Külche Mapu, sólo 15 personas hablan mapuzungun y la mayor parte de ellas superan los 50 años. Rucaklen, en la actualidad, cuenta con dos hablantes, su director, Oscar Millalef, quien además es kimeltuchefe (profesor) y werken de la comunidad (mensajero entre lonkos), y el kimeltuchefe, Álvaro Huentecura.
Finalizaba el año 2019 y Álvaro caminaba por las calles de Nueva Imperial en la Región de La Araucanía. Miraba con detención las casas, las chimeneas y el puente ferroviario que admiró tantas veces con sus hermanos, y aunque sabía que no era una despedida definitiva, hizo un balance de su vida, con la ilusión del nuevo desafío al que se dirigía. Preparó sus maletas y las cerró pensando en las personas que conoció en Lumaco en el último Ayllallerwen de la escuela. Se visualizó ya en la sala de clases escribiendo en la pizarra y preguntando a los niños si repetía la explicación. Como hablante joven de mapuzungun, imaginó algunos diálogos que podría sostener con los lonkos y pensó cómo le afectaría el cambio de una escuela urbana a una sumergida en la naturaleza y desconectada de la ciudad.
Pocas horas después empezó a hacer realidad su sueño.
No debe pasar de los 30 años. Alto y muy serio, no se sale ni un milímetro del papel de docente y aunque nunca se imaginó que a poco llegar a Rucaklen una pandemia cambiaría las formas de enseñar, cree que la experiencia ha valido la pena. Se han retomado las clases presenciales y Huentecura escribe en el pizarrón y se sienta con los alumnos a leer y a trabajar en sus avances y dificultades.
Sus padres eran hablantes de mapuzungun, pero como a la mayoría de los niños y niñas mapuche de su generación, no le transmitieron la lengua a ninguno de sus hijos.
-El saber mapuzungun en algún minuto fue sancionado en las escuelas, en el mundo social, en la ciudad, en los diferentes espacios donde la gente mapuche interactuaba.
Como niño, Álvaro nunca lo sospechó; como joven fue buscando su identidad, descubriendo un valor en su lengua materna, llenando un vacío; y como adulto tomó cartas en el asunto: se inició en el aprendizaje de su lengua a los 18 años y decidió que su tarea también sería enseñarla.
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Oscar Millalef, en su rol de profesor, se inclina en los bancos de sus pichiqueches, en un curso que integra tres grados: cuarto, quinto y sexto básico. La pizarra y los objetivos se triplican, y el trabajo se concentra en las multiplicaciones de uno y dos dígitos y en las ecuaciones de primer grado. Los niños y niñas preguntan, contestan, salen a la pizarra. Oscar les insiste en que le expliquen el proceso, a ver ¿cómo llegaron a ese resultado? Recorre cada banco revisando los ejercicios y piensa en mapuzungun metodologías que algún día espera aplicar para matemáticas en esta clase.
Ese es el deseo del profesor y director Millalef: superar el currículum único, en el que todavía no tienen cabida los saberes culturales mapuche.
-Queremos un curriculum donde se encuentren situados los alumnos, con contenidos del mundo Aymará, Mapuche, Kawésqar y todos los pueblos originarios del país, aplicados no sólo al contexto rural, sino también al urbano.
Millalef mira a sus alumnos en la clase y vuelve a ser niño también en esa misma escuela. Tiene 10 años y es 18 de septiembre. Infaltable el izamiento de la bandera chilena y el cielo azulado del himno nacional. Oscar está feliz y nervioso porque tiene que bailar cueca, es el mejor cuequero de su cur- so y le gusta. Después de muchos años conocerá el purrún, el baile de su pueblo. Sus colegas lo molestarán: “De campeón de cueca a werken de la comunidad”. Y entre broma y broma, esa verdad que no fue un sufrimiento en sus días escolares le deja un sabor amargo, pero también una luz de esperanza reflejada en ese escolar desvinculado de su cosmovisión hasta el hombre mapuche que hoy con sus 35 años es uno de los hablantes más jóvenes de su comunidad, director de la escuela, kimeltuchefe y werken.
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Es noviembre de 2019, el sol no deja de brillar y la escuela y la comunidad del Lof Külche Mapu se hacen una. Un gran toldo se extiende en uno de los extremos del terreno de la comunidad y bajo él mesones y bancas están ya listas para compartir el desayuno con los visitantes: catutos, sopaipillas, mate, queso, mermelada.
Los niños y niñas que integran las delegaciones escolares de escuelas de Malalhue y Antilhue están ansiosos. Los de Rucaklen como anfitriones, también. Se quiebra el hielo entre los visitantes y los locales. Inician un partido de palín.
Se abre la feria y diversos stands alrededor de la comunidad exponen sus oficios ancestrales: tejido en ñocha, tallado en madera, cerámica en greda, tejido a telar, juegos mapuche, comida tradicional y construcción de rucas. Los kimeltuchefes hacen demostraciones de sus oficios y después dejan que los pichiqueches intenten. Unos pisan mote, otros amasan la greda o prueban con el tejido en el witral. Se siente la alegría y la libertad en el lof. Es que ha llegado la tercera versión del Ayllarewen: una instancia de hace 150 años que el equipo de la escuela y la comunidad han rescatado en su propia versión, para fortalecer la revitalización de saberes y oficios de la cultura mapuche. En el Ayllarewen se reunían nueve lof o comunidades del territorio, que durante igual número de días reflexionaban y dialogaban sobre diversos temas, como las normas de convivencia entre las familias y las normas de respeto hacia la naturaleza, dedicando también dos o tres días a enseñar los oficios mapuche, convocando para ello a los kimeltuchefes o maestros sabios en una materia.
Sayen Balladares Compayante tiene 9 años, va en cuarto grado, sus largas trenzas negras resaltan entre los pompones verdes y su trarilonco de plata. Mira a la cámara que registra la actividad de la escuela y sin timidez alguna dice: “Cuando los profesores hacen estas actividades nos permiten conocer lo que hacían nuestros antepasados mapuche. Yo me quedé ayudando a la maestra del taller de greda, ojalá en todas las escuelas se hiciera para que conocieran lo que somos los mapuche”.
El encuentro intergeneracional se repite desde el 2016 y no por casualidad. Es una estrategia. La escuela ha bajado su matrícula y los profesores temen que su destino sea desaparecer. La comunidad y sobre todo un grupo de jóvenes ven en esta instancia la oportunidad de concretar el proyecto intercultural -más allá de las posibilidades que entrega el programa Intercultural Bilingüe del Ministerio de Educación- y atraer a las familias con un proyecto vivo, que las identifique y las integre.
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Susana Compayante trabaja en la escuela, suele llegar temprano a Rucaklen. Junto a ella también sus hijas Rocío y Karla, quienes son parte del alumnado. En su recorrido por la escuela al terminar la mañana se escucha: “¡Tía Susana! no quie- ro almorzar, no me gusta la ensalada ¡Tía Susana! mañana no podré venir! ¡Tía Susana! ¿Hoy ensayamos el purrún? ¡Tía Susana!, ¿podemos poner la tele en el almuerzo?”. Eso, sólo por parte de los alumnos. Los profesores y apoderados también tienen sus propias demandas.
Después de estudiar seis años en Rucaklen, a los once años Susana ingresó a estudiar al internado de Malalhue. En su primer día de clases tenía el corazón apretado y las manos transpiradas. Esa jornada fue en extremo larga y rodeada de niñas que no conocía. No quería entrar al dormitorio, diez camarotes en una pieza. Pero su amiga María Luisa, quien era más grande y también venía de Lumaco, la motivó y la acompañó. Se metió a la cama, pero sus piernas quedaron atrapadas. Las sabanitas cortas y huevos duros entre medio de la cama fueron algunos métodos de recibimiento que en su experiencia de niña Susana no comprendió, se entristeció, pero no se dejó intimidar. Al cabo del tiempo hizo amigas y descubrió que sus padres eran amigos de los padres de sus compañeras. Comenzaron a compartir en los Wetripantu y dependiendo de la localidad en la que se hicieran, Susana atendía a sus compañeras, o sus compañeras atendían a Susana. Las diferencias quedaron saldadas, nada que una larga noche al lado del fogón y bajo las estrellas no pudieran resolver.
Susana cursó un año de Pedagogía General Básica en la Universidad Católica de Temuco, es líder en su lof desde la juventud y una de las hijas de Manuel Compayante Aburto, dirigente y fundador de la comunidad jurídica de Lumaco y actual lonko del lof Külche Mapu. Todas razones por las que los dirigentes la invitaron a integrar el proyecto educativo de Rucaklen.
Sentada en la sala multiuso, prepara el libreto para el próximo acto de la escuela. Va escribiendo los saludos, donde el nombre de cada lonco queda consignado. Un agradecimiento para el equipo docente, y el infaltable saludo a los apoderados: “sin ustedes el proyecto de la escuela no tiene sentido”. Se levanta para servirse un café y continuar con la tarea. Está dudosa de poner lo que sigue en libreto. Lo ha dicho tantas veces en reuniones de profesores, pero lo escribe igual, ella siente que la escuchan y esta es una oportunidad: “Tenemos que ser mapuche en estos días y no en el pasado, sin cerrarnos al evangélico, al católico, o al que aún no ha fortalecido su identidad mapuche. Tenemos que ser conscientes de la responsabilidad inmensa de transmitir los saberes de nuestros antepasados, de motivar y no de imponer a las nuevas generaciones el aprender la lengua mapuche”.
Susana termina el libreto, pero no queda conforme. Se para por otro café y reflexiona en voz baja: “Cómo les digo que lo que tenemos que hacer es resistir y navegar contra la corriente, algo que sabemos hacer mejor que nadie desde hace centenares de años”.
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Francisca le va sacando notas a su bajo, ensaya con Los Prisioneros: “estás llorando y no haces nada…aaaaa, por comprender a nadie excepto a tiiiii..iiii…”. Es julio de 2023 y no queda nada para que parta de gira a Osorno como integrante de la Banda Latinoamericana del Liceo Camilo Henríquez de Lanco. “Sólo vamos algunos, los que no faltamos nunca”, dice. Está en primero medio. Le quedan sólo 5 minutos para que el furgón pase por ella, y salga de Lumaco a Puquiñe y luego en dirección al liceo. Se sube y se abraza con sus dos amigas ex compañeras de la Escuela Rucaklen. Es un momento importante, ya no están en el mismo curso, pero compartieron de primero a sexto en Rucaklen y luego en la escuela evangélica Maranata, los estudios de séptimo a octavo. Han recorrido juntas mucho camino.
“Francisca Wuenuray Compayante Olivera”, dice Francisca cuando le preguntan su nombre. “Wuenuray significa Flor del Cielo. Wuenu es cielo y Ray viene de Rayen que significa flor”, explica. Su sonrisa le hace honor a su nombre, a flor de piel. Recién termina la jornada de la mañana y Francisca almuerza con sus compañeros de curso, hoy se queda porque tiene ensayo. “En Rucaklen descubrí mi pasión por la música”. Tiene un sinfín de recuerdos buenos de la “escuelita”, como le dice a Rucaklen, pero nada como poder sacarle melodías al bajo. Se sabe algunas mapuche, pero ensaya con la música latinoamericana que toca en la banda.
Los sábados Francisca asiste al taller de mapuzungun que el profesor Guillermo Jaque dicta en Puquiñe. Desde pequeña intentó aprender su lengua. “Me metí al taller porque más que un hobby es una necesidad el querer aprenderlo”. Cuando camina hacia la sede de Puquiñe, Francisca Wenuray se imagina entendiendo lo que el lonko va a decir en el próximo guillatún, y si ahora se siente gente de la tierra cree que cuando aprenda podrá comprender y sentir muchísimo mejor lo que eso significa.
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Sayen Balladadres Compayante se inició en el audiovisual a través de talleres que el Campamento de Cine Pichikeche de Lanco, realizó en Rucaklen. Desde que descubrió que con un celular se pueden hacer animaciones, no ha dejado de hacer intentos y aprender del lenguaje cinematográfico. Está ahora preparando todo para su viaje a Valparaíso, allí compartirá con otros cineastas jóvenes que fueron seleccionados para el Festival Ojo de Pescado.
En su pieza, con un resfrío que le ha afectado hasta la voz, Sayen mira en su celular videos de animé. Va en tercero medio del Liceo Camilo Henríquez. Sus largas trenzas negras han sido reemplazadas por pelo corto y teñido amarillo. Es cineasta joven y su último cortometraje ha sido seleccionado para el festival internacional de Cine Ojos de Pescado. El corto “¿Alkütufuimi pu aliwen ñi zugu?» muestra la historia de una niña mapuche que lucha contra la tristeza de la muerte de su madre y la aceptación de su cultura. 15 años tiene Sayen, cinco años desde que egresó de Rucaklen.
Si bien sus acciones inmediatas están puestas en Valparaíso y en su cortometraje, sus planes son de largo aliento: “Estoy haciendo cosas para dejar marca en el liceo.” No para de dibujar y representar el mundo a su manera. Para la especialidad de construcciones metálicas está haciendo una reja con forma de telaraña para proteger las ventanas de su colegio. Recuperándose en su cama, piensa en cómo será la experiencia en Valparaíso, cuando muchos jóvenes como ella vean a través de su corto parte de su mundo, un mundo que representa con fantasía y realidad a la vez, con contradicciones, con espíritus que enseñan y con plantas que crecen en la cabeza, representando las emociones.
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Es julio de 2023 y la bandera mapuche flamea en el frente de la escuela Rucaklen, la lluvia no cesa, por tercer día consecutivo. El patio está embarrado, pero los niños y niñas corren y dan vueltas sin importar que salpique. Desde su entrada, de dos puertas anchas, se observa la cancha de fútbol y, al lado izquierdo, la Iglesia Católica. Por el camino de tierra pasa uno que otro auto y un poquito más allá el terreno se hace cada vez más irregular, huellas empinadas, pequeños valles y rincones entre cerros. Se escucha cómo corre el agua en los esteros provenientes del río Leufucade y el sonido del vaivén de las hojas de añosos árboles nativos, como la luma. Algunos troncos imponentes descansan en los terrenos y el viento susurra en mapuzungun: “Lumaco”, que se traduce como: “Agua de las lumas”.
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