Por Sandra Leiva Poveda
-Necesito aceite de comer y agua bien hervida.
Es una tarde de 1955. Carlina Rivera Leal inicia el ritual para curar a “la enferma de guagua” en su primer trabajo como partera.
Con las manos cubiertas de aceite empieza a masajear una y otra vez el vientre de la mujer, continúa con la espalda, avanza hasta la pelvis.
-Vamos Orfelina, es momento de caminar -le dice Carlina, tomándola del brazo.
La parturienta arrastra sus pies dejando profundas huellas en el piso de tierra, da unas vueltas alrededor del fogón, de pronto un grito relumbra la habitación.
Carlina prepara un té de orégano para hidratar a la mujer y continúa con el masaje. Con las palmas y dedos forma círculos suaves alrededor del ombligo y el abdomen. La fricción es importante porque le permite sentir la posición del bebé y evaluar posibles riesgos.
Después coloca vino tinto en una olla, una yema de huevo, dos cucharadas de azúcar y bate incesantemente hasta tener un batido cremoso. Lo deja en el fogón y vuelve a su labor.
Pasan las horas y la partera sigue sobando y sobando. La sabiduría heredada de su abuela María Natalicia Leal Gómez y posteriormente de su vecina Natalia Villalonco, tranquiliza por un momento la inseguridad de Carlina. De todas formas, el sudor y el rezo constante delatan su preocupación.
-Queda poco. Recemos juntas…. Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor está contigo. Bendita eres entre todas las mujeres…
Cuando las contracciones y el llanto tensionan los hombros de la mujer, Carlina le dice que se ponga de pie. Ella se levanta, separa las piernas y con sus manos temblorosas se afirma de la cama.
-Orfelina… respira, respira, respira –dice Carlina hasta que la sangre y el agua cubren la tierra.
De los aullidos del cuerpo sale el bebé. Carlina lo coge delicadamente, pide un trapito del tamaño de la cuarta de la mano para envolver el cordón y luego cortar la “tripita de la vida”.
En seguida busca ropajes y protege a la madre, quien, en la cama, emocionada recibe la infusión reparadora:
-Un poco de vino para que todo corra, porque el vino calienta la guata.
La misión sigue con la postura del “ombliguero” a la guagua. Hábilmente Carlina con un pedazo de tela cubre la cicatriz para evitar posibles infecciones. Luego, entrega el bebé a la madre, su hermana.
***
Carlina Rivera Leal nació el 1 de febrero de 1931 en Corral, territorio costero ubicado a 64 kilómetros de Valdivia. En esos años, el puerto corraleño era el foco de la actividad económica de la provincia de Valdivia gracias a la industria siderúrgica Altos Hornos, la planta ballenera y las minas de talco.
Sus padres: María Natalicia Leal Gómez y Miguel Rivera Garrido, vivían en la caleta de San Carlos, muy cerca de la empresa ballenera y a unos dos kilómetros del puerto. Tenían 12 hijos o más, que crecieron con la línea del horizonte entre sus ojos y la lluvia y el viento abriendo y cerrando ventanas.
Carlina, ahora, a sus 92 años, apenas puede mencionar a cuatro de sus hermanos: Vicente, Matilde, Orfelina y Aurora. Tenía cinco años cuando cerró la ballenera en San Carlos, dejando atrás la comercialización de la harina y aceite de ballena, pero su memoria tampoco le ayuda con eso.
Sus recuerdos están zurcidos a las minas de talco donde trabajaba su papá. El yacimiento estaba a unos tres kilómetros de San Carlos.
-A las cinco de la mañana teníamos los bueyes enyugados, echaba a mi hermano pequeño Vicente, en la carreta, envuelto en una manta, y nos íbamos con mi papá a buscar talco. Llenábamos varios sacos y luego íbamos a Amargos a descargar -dice con nostalgia.
Siempre andaba con su padre. Salían a pescar la sierra o a veces iban a Huape a buscar jaiba y locos.
En tanto, el oficio de partera lo aprendió mirando y escuchando las conversaciones de su madre y de su abuela sobre el tratamiento para las “enfermas”, viendo cómo usaban las hierbas medicinales y de qué modo preparaban otras infusiones como el vino. También comprendió que las manos cumplían una función esencial.
-Yo acompañaba a mi mamá a los partos y así es que aprendí.
En 1950, cuando Carlina tenía 22 años, se casó con Alejandro Garrido Ortiz y decidieron migrar al sector de Huape, a unos 16 kilómetros de Corral.
En esa época la soledad de las tierras costeras atraía a nuevos colonos, quienes se enfrentaban a los gestos de abandono ocasionados por el aislamiento y el mal tiempo.
Si bien el entorno era generoso, a veces no se podía pescar y la lluvia devastaba las huertas. Sólo el olor del pan horneándose abrigaba la esperanza en un mundo descortés.
-No había luz, no había camino, no había nada. Entonces, cuando las señoras se enfermaban de guagüita, no podía negarme.
Cautiva en su nueva vida, Carlina no tenía otro fin más que amar. Pronto, comenzaron a llegar los hijos y el mundo se fue organizando. Pronto, el saber que tenía en sus manos y la solidaridad de su alma cambiaría la historia de su entorno.
***
-¡Están tocando la puerta! -dijo Alejandro, era una noche de invierno.
-Debe ser alguien que necesita ayuda, voy a preguntar -respondió Carlina.
-¿Te vas a levantar y con este tiempo? Póngale que te enfermes ¿y quién va a pagar? -le dijo él, enojado.
-¡Hay una enferma y yo voy nomás! Como mujer, uno no se puede negar.
Aquel día, a mediados de la década del ‘50, Carlina salió de madrugada. En el camino patinó, se dio un buen golpe, pero como había salido de “malas con el marido”, se aguantó el porrazo y siguió adelante hasta la casa de la parturienta.
Históricamente el oficio de partera es un saber y hacer de mujeres, transmitido por tradición oral. Según la catalogación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) una partera tradicional es la persona que asiste a la madre durante el parto y que ha adquirido sus conocimientos iniciales de partería por sí misma o por aprendizaje con otras parteras tradicionales.
En Chile, la transición de partera a matrona está vinculada a la creación de la Escuela de Matronas de la Universidad de Chile el año 1833. Sin embargo, de forma paralela y hasta mediados del siglo XX, incluso más, la atención de las parteras siguió siendo socialmente aceptada en localidades rurales.
-Se enfermaban las señoras y no había a quién pedirle auxilio porque no teníamos cómo llevarla pa’ Corral -explica Carlina.
La partería en lugares como Huape y otros sectores del borde lafkenche de Corral fue una práctica habitual hasta la construcción del camino que unió los asentamientos con el pueblo y, por tanto, con los servicios del hospital a fines de la década de los ‘80.
No obstante, las embarazadas seguían optando por las parteras de la zona. El respeto y el cariño hacia ellas estaba sellado por un pacto de compañía, confianza y muchas veces enmarcado en una red de parentesco.
***
Marisa Muñoz Torres, hoy a sus 61 años, recuerda su infancia en el monte y cree que por entonces, como cualquier niña del Pastal, sabía más del campo que de la vida.
Vivía en una ruca de madera forrada de paja, con piso de tierra y un fogón en el centro. Alrededor habían cuatro camas rústicas. En cada una dormían hasta cuatro hermanos, dos por la cabecera y dos por los pies.
A sus padres Belladina Torres y Domingo Muñoz los amaba. Y les creía.
-¡Pronto llegará el avión con la guagua! -solía decir el padre cuando se acercaba el nacimiento de otro hermano.
Cada año su mamá andaba con la panza grande, tan grande que apenas podía caminar. De todas formas, se las arreglaba para cocinar y atender a los hijos. Tuvo once.
A veces se quejaba, el dolor empalidecía sus mejillas y cuando llegaba la hora irreparable del lamento, ellos iban con los vecinos. En el camino se encontraban con la tía Carlina, quien, a tranco apresurado, pasaba en dirección a su casa. Al volver, había un nuevo bebé.
-¿Por qué no escuchamos el avión? –se quejaba Marisa. Al crecer, entendió lo que realmente hacía su tía Carlina. En aquella época, para llegar a Corral la gente viajaba en caballo por una huella en la franja costera, trayecto que duraba unas cuatro horas. Otra opción era viajar en bote a remo unas seis horas.
-Nadie sabe realmente cuántas mujeres atendió, pero fueron hartas. Todas venían a Huape en búsqueda de la tía -dice ahora Marisa.
No hay información precisa de los partos que asistió Carlina. Y los registros de los recién nacidos hasta el año 1960 desaparecieron tras el terremoto que destruyó el hospital de Corral.
***
Cuando Marisa tenía 21 fue de paseo al norte y volvió extraña. Se sentía “enferma de guagua”, y como no sabía mentir ni menos tener malos pensamientos, habló con su mamá.
-¿Qué le digo a papá?
-Dios lo decidió… así es que hable con él no más -respondió Belladina.
Eso hizo. No hubo gritos ni golpes en las paredes, solo un consejo paternal.
-Los hombres son muy buenos para embolinar a las mujeres. Una vez la pueden hacer tonta, dos veces no -dijo Domingo. Ya con un vientre cercano a los nueve meses, Marisa fue al cerro a buscar chupones. Al volver a casa, se sintió decaída y con náuseas, tomó un baño y se fue a la cama.
Más tarde comenzaron los deseos de ir al baño una y otra vez hasta que un grito desgarrador despertó a uno de sus hermanos.
-Me siento mal… avísale a mi papá.
Domingo saltó de la cama y envió a su hijo Remigio a buscar a Carlina. Cuando la tía llegó, amarró unos cordeles en las vigas de la casa. La partera pidió a Marisa sujetarse de las sogas, que abriera las piernas y levemente se pusiera en cuclillas.
Gran parte de la familia estaba rodeando a Marisa y ayudando a la partera, de repente, el líquido de la vida descendió y el bebé se asomó en las manos de Carlina.
Fue el momento más bello para Marisa:
-Mi bebé era hermosa -recuerda ahora.
Una vez desraizada de la cría, Marisa se desmayó. Carlina sabía que parte de la placenta había quedado en su cuerpo y debían llevarla con urgencia al hospital. La partera pidió arroparla. Cubrieron su cuerpo completo, incluso su rostro, con ropa de lana.
-No tiene que darle ni una gota de aire, sino se va a helar y se inflamará adentro -dijo Carlina preocupada.
Cuando amaneció, su papá la llevó en camilla a Corral. En el hospital, los restos de placenta fueron extraídos por la matrona y Marisa fue dada de alta a los pocos días.
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Belladina Torres tiene 84 años y actualmente vive en Huape. Pese a sus décadas mantiene su estatura. Es carismática, alegre y muy querida por la familia y la comunidad.
De sus diez partos nacieron once hijos e hijas. Su primer bebé llegó en el año 1959 cuando tenía veinte años y el último a los treinta y tres. Por eso en las inmediaciones del mundo tie- ne veintidós nietos, trece bisnietos y tres tataranietos. De modo que no se siente sola.
Todas las criaturas nacieron en El Pastal, a unos 17 kilómetros de Corral. Los partos de Oscar Edulio, José Raúl y las mellizas Marisa Irene y Amelia fueron atendidos por Natalia Villalonco, abuela de su esposo Domingo Muñoz. En cambio, los nacimientos de Javier Damián, Lionel Lorenzo, Remigio Ernesto, Anselmo Rubén, Blanca Patricia, Lorena y Aldo Isaac fueron asistidos por su tía Carlina.
Belladina recuerda que tras dar a luz, la partera fajaba su vientre. Doblaba un pedazo de género extenso y luego apretaba la guata con varios giros hasta dejar bien firme el abdomen. También fajaba a la guagua desde los pies hasta el cuello, y luego le ponía una “toca” en la cabecita.
Durante nueve días Carlina atendía las necesidades del bebé y la recién parida. El cuidado era integral así que además de la higiene, se preocupaba por la alimentación. Preparaba un caldo de gallina “reponedor” y mate con hierba fresca para que la madre “tenga buena leche”.
Cuando le daba “el alta”, Carlina le pedía estar unos cuarenta días en cuarentena para evitar los “asuntos íntimos”. -Pero muchas veces no cumplí -dice ahora Belladina con una sonrisa contagiosa.
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El 21 de mayo de 1970 Eliana Baeza tenía agendada hora para su matrimonio en Corral. Nueve meses atrás había “hecho cosas indebidas” y quedó embarazada a los 19 años.
Un día antes de la boda, Eliana tuvo indigestión. Al principio pensó que era a causa del consumo excesivo de castañas, pero luego el dolor en el vientre alertó al padre, quien, preocupado, decidió llevarla a Corral.
José Baeza Matamala buscó su caballo y pidió a su hijo que lo acompañe. En el camino pasó a buscar a su mamá: Carlina. Caminaron varias horas hasta llegar a Quitaluto, a unos 3 kilómetros de Corral. Allí, en pleno cerro, la partera le dijo que debían pedir auxilio porque la enferma iba a parir.
Llovía, era medianoche y no podían seguir. Se acercaron a la primera casa que vieron, contaron lo que estaba pasando y la dueña les permitió llevarla a su habitación.
-Yo era una niña joven, no sabía lo que me esperaba.
La señora encendió varias velas y allí Carlina comenzó con el trabajo de parto. Eliana doblegada por el dolor solo quería acostarse.
-Si estás de pie será más fácil tener a tu guagua -dijo la partera.
Dio a luz a las tres de la mañana. Su papá y su hermano bajaron a Corral a buscar una camilla. Mientras tanto Carlina lavó con agua hervida y tibia a la madre y a la recién nacida.
Luego, le dio una ración de vino para calmar a la primeriza.
Al amanecer llegó el papá con una camilla, subieron a Eliana con su guagua y caminaron lentamente hasta Corral. En el pueblo se toparon con la banda que se dirigía para celebrar el 21 de mayo, día de las Glorias Navales en Chile.
-Yo me reía porque en el pueblo me recibieron con música -dice ahora Eliana.
En el hospital la matrona revisó a la recién parida, al bebé y a las pocas horas la dieron de alta. La jovencita se quedó una semana en Corral en casa de su hermano Besubio. Cuando regresó a Huape, Carlina se ocupó de ella.
Hoy Eliana tiene 72 años; la niña que nació aquel día, Sandra, tiene 53 y su nieta Monserrat, que es bisnieta de Carlina, estudia Obstetricia en la Universidad Austral de Chile.
***
La casa de Carlina es de color verde esmeralda y siempre está iluminada.
De su cara rugosa brotan unos ojos que parecen haberlo visto todo. Esta tarde de agosto usa un gorro azul y blanco y su cuerpo está cubierto por varias capas de ropa, entramados de lana que protegen los dolores, principalmente de sus caderas.
En un extremo de la habitación está la cocina a leña en la cual tiene tres teteras de aluminio de distintos tamaños y una olla que mantiene la cazuela como la delicia de la tarde.
Las paredes también son color verde esmeralda. Los muebles de cocina están repletos de utensilios, comida, y de los típicos caprichos de las abuelas. La pared no deja espacio ni siquiera para una última obsesión.
En la mesa ocurre lo mismo. Hay pan, dulce, café, azúcar, manzanas, servilletas, loza limpia y sucia, y otras cosas, las cuales permanecen esperando una conversación, porque siempre llega alguien.
Más allá hay un amplio sofá con una mesa en el centro. Las paredes son de madera barnizada, de estas cuelgan fotos y un reloj detenido a las 19.50. Es una casa impregnada de colores, objetos y olores que delatan un orgulloso pasado.
-Lo único que agradezco a Dios no más es que me dio valor, porque en una cosa de estas, uno no va a llegar no más y se va a meter con una enferma porque te puede ir a peligrar… atendí muchas señoras que sufrían mucho, mucho, mucho, pero gracias a Dios, nunca pasó nada malo.
La práctica ancestral de la partería fue desapareciendo de la zona con el envejecimiento y posteriormente la muerte de las parteras.
Asimismo, la conectividad vial, el surgimiento de especialidades como la obstetricia y ginecología, y el control del embarazo por parte del Estado chileno, restringió naturalmente la continuidad de su labor.
Es un hecho reconocido que la mortalidad infantil y maternal disminuyó con la institucionalización del parto, pero también que la partera fue un personaje clave e influyente en los sectores rurales.
-Cuando se arregló todo, había camino y vehículos, ya no quise atender a nadie más. Para eso hay hospital, además no podía tampoco por mi cadera, ya no podía estar agachada.
El modelo de atención de la partera es reconocido por la Organización Mundial de la Salud, la ONU y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), estableciendo cada 5 de mayo el Día Internacional de la Partería para valorar las contribuciones de las parteras para el bienestar de madres y bebés alrededor del mundo.
Hoy la partería tradicional continúa siendo una práctica regular en zonas rurales e indígenas en diversos países del mundo, por esta razón la Organización Panamericana de la Salud está promoviendo alianzas entre líderes ancestrales e instituciones de salud para intervenir en los partos con pertinencia cultural.
La última partera de Corral tuvo doce hijos y fue mamá postiza de dieciséis más. Tiene treinta nietos, treinta y cinco bisnietos y cuatro tataranietos. Quizá más.
La última partera de Corral no recuerda la cantidad de infantes que trajo al mundo y nunca pidió nada a cambio:
-Porque como mujeres teníamos que ayudarnos.
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