Por Felipe Nesbet Montecinos
No es fácil llegar al campamento de la población José Miguel Carrera. O tal vez mi referencia estaba errada. Sabía que quedaba al otro lado del río Calle-Calle, en el sector de Las Ánimas, a la derecha de la avenida Pedro Aguirre Cerda, que cruza ese gran barrio valdiviano. En esa misma área existió otro campamento, instalado en terrenos pertenecientes a la empresa Valdicor, que fueron desalojados en medio de la pandemia, en una acción que generó una polémica pública.
Es un día de una lluvia suave, camino por la calle Bombero Classing hasta que se acaba el pavimento y comienza el ripio. Las pozas de agua van dibujando el camino. Se escucha el ladrido de los perros, ese sonido es parte del paisaje de la pobreza en Chile, que Los Prisioneros reflejaron magistralmente en la canción “El Baile de Los que Sobran”, con esos aullidos al inicio del tema. Mientras voy avanzando las casas van deteriorándose una tras otra. Primero se ven algunas bien estructuradas, para dar paso a construcciones más ligeras: una pintada de rojo, las que la siguen presentan las latas desnudas. Toco en la puerta de una de ellas, donde se ve luz. Veo un desorden afuera con un sinnúmero de materiales en desuso, un carro del supermercado y algunas botellas. Golpeo varias veces. A la cuarta sale una niña, le digo que llame a algún adulto. Aparece un hombre de una treintena de años con pantalón corto deportivo; presumo que es su padre. Pienso que la lluvia lo instará a abrirme la puerta. Le explico que trabajo en un proyecto periodístico para conocer la realidad de los campamentos.
-Prefiero no participar, gracias.
Los campamentos no son un fenómeno solamente valdiviano, ni siquiera chileno, sino latinoamericano. Son fruto de la migración urbana-rural que se dio en las primeras décadas del siglo pasado, sumado al crecimiento demográfico y la incapacidad del mercado y del Estado de disponer de viviendas regulares. Como lo dijo el arquitecto inglés John Turner en los años ‘70, era la forma en que los pobres construían ciudad. De hecho, muchos de esos asentamientos marginales dieron paso a poblaciones que ya son tradicionales.
En Chile, a los campamentos se les quiso dar un cariz heroico; incluso algunos autores le han querido atribuir al término un carácter paramilitar y combativo. Son conocidos los casos de los campamentos La Bandera y La Victoria en Santiago, mientras en Valdivia tuvimos el Vietnam Heroico (que la dictadura militar cambió por Chorrillos, en alusión a una batalla de la Guerra del Pacífico) y más tarde el Fuerzas Unidas.
Quizá por eso los vecinos del otro lado del campamento José Miguel Carrera, adoptaron el nombre Arturo Prat, el mayor héroe naval chileno. Son apenas cuatro familias que se quieren diferenciar del otro barrio, dicen que hace un tiempo hubo una pelea entre dos pobladores, cada uno representante de uno de los dos sectores, y eso dividió las aguas. El alcohol es el factor principal de los conflictos. Cuentan los vecinos que en varias reuniones, los del otro lado, llegaban con tragos en el cuerpo, por lo que andaban alegando tonteras. La gente de la José Miguel Carrera, donde hay unas 12 casas, son (salvo una ecuatoriana que tiene dos niños chicos) personas solas o parejas sin hijos; en cambio de este lado todos tienen niños, lo que los obliga a dejar las fiestas de lado.
En el Arturo Prat hay una pasarela de madera que atraviesa un pequeño canal. Estas pasarelas se ven en todos los campamentos de Valdivia. La estructura divide las casas del humedal colindante al río Calle-Calle. El humedal llama a los ratones. Una vecina indica con su mano el tamaño que tienen. Más que ratones eran guarenes. Por eso, instalaron unas latas para que los roedores no pasen.
En el verano los matorrales y la pampa son un terreno fértil para los incendios. Angélica Escobar, la presidenta del Comité Habitacional, recuerda que hace dos años hubo un siniestro, pero el rápido actuar de Bomberos impidió una tragedia de proporciones.
Angélica llegó hace seis años al campamento, por una necesidad económica relacionada con la sostenida alza de los arriendos en Valdivia, lo que se hacía más complicado en su caso, que siempre ha trabajado de forma independiente, vendiendo alimentos, maquillaje, perfumes. Es el dilema entre pagar arriendo o comer.
-El Servicio de Vivienda y Urbanismo (Serviu) nos dio una opción de arriendo, pero por cierto tiempo y nos daban 250 mil pesos. Una cabaña se pilla por ese precio. Con tres hijos cómo me voy a ir a una cabaña. Encontré casas en 500 mil, pero tengo pagar 250 mil y ¿con qué comes? -dice.
Por otro lado, el Estado le entrega 30 millones para comprar una casa.
-¿Y dónde compró casa con ese precio? ¿En La Norte Grande, que no es un buen lugar para criar a los niños?
Angélica y su familia tomaron la decisión de asentarse donde termina la población Arturo Prat. Se instalaron en su mediagua aún sin terminar.
-Mi casa era conocida como la casa que no tenía ventanas, porque hice el cuadrado no más de pura lata. Al principio la dividí con manteles de cumpleaños. Tampoco tenía agua, había que ir a buscar en bidones.
El primer invierno siempre es el más duro. Dado que su casa no tenía cielo raso, escuchaba toda la furia de la lluvia valdiviana, golpeando el techo. Recuerda que se tapaba los oídos, llorando: “no quiero esta casa”.
Ahí ha tenido que sobrellevar el asma crónica que sufren sus hijos y las alergias, que se han agudizado por la cercanía de los árboles. Con la humedad propia de un humedal, los resfríos son constantes. Y si se resfría uno se resfría toda la familia.
Por supuesto, ha sufrido la discriminación social por vivir en campamentos:
-La gente piensa que todos los que vivimos aquí somos aprovechadores, ladrones y sinvergüenzas. No es así, hay gente buena y gente mala como en todos lados. La gente dice: ‘tienen todo gratis’. A mí no me gusta todo gratis -asegura.
Cuando se habla de un sector mal catalogado en Valdivia, se habla de la población Norte Grande, donde Angélica Escobar no quiere criar a sus hijos. Las noticias hablan de grandes operativos ejecutados en el sector este verano de 2023, con helicópteros y más de cien detectives. Además de detenidos por tráfico de drogas. Sin olvidar el asesinato por encargo de la joven Helena Bustos, en un crimen que conmocionó a la región.
Ubicada en el sector Noreste de Las Ánimas, al otro lado de la avenida Pedro Aguirre Cerda, la Norte Grande fue parte de una política pública de la primera década del 2000, que buscaba solucionar los problemas habitacionales en Valdivia. “Acá no ha funcionado la intersectorial, porque las distintas entidades públicas (municipio, gobierno regional) no han actuado coordinados. Y cuando pasa esto los narcos se toman los territorios”, comenta Felipe Rojas, encargado regional del programa Asentamientos Precarios del Servicio de Viviendas y Urbanización (Serviu).
Allá también se instaló un campamento, que también tiene una pasarela, que se extiende por unos veinte metros. En la pasarela me encuentro con Gustavo, un tipo delgado de 37 años y tez cetrina, hablamos de la vida en los campamentos y me invita a conocer su casa, donde vive con Moreen, su esposa y su hija Catalina, de un año. El nombre de ella deriva de su abuela brasileña del sur, donde prima una población de origen europeo. De hecho, por sus ojos verdes y el cabello claro, muchos se sorprenden al saber que vive en un campamento.
Gustavo y Moreen son de Santiago. Llegaron desde Viña del Mar atraídos por la calidad de vida que ostenta Valdivia, reconocida a nivel nacional como la mejor ciudad para vivir, de acuerdo al estudio Barómetro Ciudad Chile.
-Vinimos con el auto cargado con todas nuestras cosas. Siempre pidiéndole al de arriba. Nos dijeron que Techo tenía una casita para nosotros -recuerda Gustavo, haciendo alusión a la ong más importante que trabaja con los campamentos en el país.
Y pese a que se instalaron en un sector donde la delincuencia está muy presente, para Gustavo no es tanta:
-En comparación al lugar de dónde venimos, aquí es una taza de leche. Salgo sin problemas, a veces se me han quedado las llaves de mi auto y nada. En Santiago, en las poblaciones después de las 7 es un infierno. Están los enfrentamientos entre los grupos y ahora está de moda que si ‘te pegai la aniña’ con el vecino tenís que pescarlo a balazos y conseguirte una pistola.
No obstante, ambos reconocen que hay harta venta de droga. Aunque aseguran que dentro del campamento no hay traficantes, el problema son los angustiados por la pasta base que funcionan como una especie de captadores de consumidores de droga.
-Hay gente que viene a comprar coca y no sabe dónde venden, y ellos los acarrean. Por llevarle un cliente le dan una luquita o un vicio -señala Gustavo.
Por el estigma que vive el campamento dejaron de usar ese término y se denominan “Comunidad Norte Grande III”, casi como una tercera continuación de la población.
Ni el frío ni la humedad son un problema para Moreen y Gustavo; hasta les gusta.
-Nos hemos esmerado en forrar nuestra casa y tenemos una cocina a leña. A veces no hay plata para la leña y tenemos que ir a buscar los despuntes al aserradero. A mis amigas les preguntó ¿saben picar un palo? No tienen idea. Aquí está el verdadero valor de la vida -dice Moreen.
Gustavo acaba de hacer un curso online de administración y planificación de negocios por la Fundación Emplea, con lo que se ganó una tablet y un capital semilla de 80 mil pesos. Con Moreen buscan ropa para revender en las ferias libres de Valdivia o a veces por Internet. Por la mala fama que tiene el barrio muchas veces se juntan con sus clientes en la estación de Copec o en Inacap.
Han seguido los últimos casos de corrupción que han salido a la palestra, como el de la Fundación Democracia Viva que, supuestamente, iba a trabajar con los campamentos. Por eso, a Gustavo le enojan tanto esos escándalos, tanto que hasta a veces termina insultando a la tele, olvidándose que del otro lado no lo están escuchando.
Ellos tampoco quieren todo gratis, la cuestión es que no les dan los recursos para poder arrendar.
-Nos gustaría pagar agua y luz, y pagar un arriendo, pero una casa son 350 lucas, más el mes de garantía son 700 y nosotros no tenemos ningún familiar acá que nos ayude -comenta Moreen.
Creen que de aquí a cinco años podrán tener su casa. El cálculo se basa en la experiencia de muchos antiguos residentes del campamento han podido salir en ese lapso. En la Norte Grande no hay ningún proyecto de erradicación por una futura construcción, como ocurre en Arturo Prat, donde se proyecta construir un camino. Lo mismo sucede en el campamento Las Mulatas, el último que visito.
Costó tres meses convencer a Jessy González, de 55 años, y madre de dos hijas. Ella no quería mudarse al campamento de Las Mulatas, al borde del río Valdivia, junto al camino que lleva hacia una planta chipeadora, colindante con el humedal Angachilla, el más grande de Valdivia. También aquí hay una pasarela larga que evita las pozas de agua que se crean en el invierno, pero no tiene veredas, porque el campamento está pegado al camino.
En diciembre de 2019 Jessy había terminado su contrato de aseo en un colegio. Como todos los años en el verano trabajó en las cosechas de frutas. El dinero le ayudó, pero no le permitía salir del hoyo económico en el que estaban sumidos. Ante esa situación, su cuñado, que fue el primero que se instaló en el campamento, les dijo que se fueran allá. Jessy no quería. Les habían cortado la luz y el agua por no pago, pero estaban bajo techo. Hasta que no tuvo otra opción.
Aún extraña la vida en las poblaciones, especialmente en los Barrios Bajos, donde tenía el centro a pocas cuadras. Con el dinero de los retiros de los 10% de los fondos de pensiones construyeron su casa, trasladándose en agosto de 2020.
Recuerda que cuando estaban construyendo llegaba gente de otros lados, les pedía permiso y les sacaba fotos. En el verano, cuando ya estaban instalados, los autos que tomaban el transbordador para la costa, les seguían tomando fotos. Jessy piensa que lo hacían para explicarle a sus hijos que todavía hay gente que vive en campamentos.
En ese tiempo les tocó limpiar todo el sector, que se había convertido en un basural por los desechos que botaban los vecinos. Lo peor en esos meses de verano era el polvo, que dejaban los camiones, que ensuciaba toda la casa, por lo que era inútil andar limpiando. Sumado a los zancudos y chinchorros (una especie de moscos). Y los ratones, que con los gatos y perros que se han vuelto cazadores, han ido desapareciendo. Además, tenían que acostumbrarse al ruido de los camiones y las máquinas chipeadoras. En el invierno el problema es el frío, la humedad y la lluvia, que golpea fuerte sus techos y no los deja escuchar nada. Pero el peor enemigo invernal es el barro, que echa a perder los zapatos rápidamente.
En medio de la conversación se escucha a varios vecinos toser o con mucosidad, muestra de los resfríos constantes en los campamentos, producto de la humedad, la precariedad de las construcciones y al hecho que tienen que secar la ropa dentro de las casas. Y en la primavera son las alergias por los álamos que acompañan el camino.
La delincuencia es un tema que no se trata directamente, pero está presente. “Muchas veces los campamentos dan para que lleguen algunos delincuentes. Eso divide la comunidad. Los microtraficantes están haciendo mucho daño, porque están sometiendo a las familias”, indica Felipe Rojas del programa Asentamientos Precarios de Serviu.
Las Mulatas es el ejemplo valdiviano del crecimiento de los campamentos producto de la pandemia. En su último catastro nacional, la ong Techo informó de un incrementó de un 39,5% de las familias que viven en asentamientos irregulares, totalizando más de 113 mil personas. En el caso particular de Las Mulatas llegaron muchos extranjeros: haitianos, una familia venezolana, otra familia colombiana, hasta un cubano y últimamente argentinos, de acuerdo al recuento que hacen sus dirigentes. Por idea de un miembro del Movimiento NO + AFP, que los ha estado apoyando, adoptaron el nombre de Latinoamérica Unida para denominar al Comité de Vivienda, por lo que la gente entendió que ese era el nombre del campamento.
Pese a ese autoasignado internacionalismo en casi todas las casas se divisan banderas chilenas (también algunas mapuche), varias de las cuales fueron arrancadas por el viento frío que corre por el lugar. Reconocen los propios vecinos que hubo xenofobia contra los haitianos, los responsabilizan del principal problema que vive el campamento: la luz. Un transformador eléctrico se instaló para abastecer a 140 casas, pero como han llegado muchas más ya no da abasto.
La alusión a la unidad tampoco se ha cumplido mucho porque pronto la organización se dividió. La primera directiva estuvo encabezada por Alejandra Naguil, Erminda Huenumán y Jessy González. Dado que Alejandra y Jessy son concuñadas, pronto surgieron las diferencias con Erminda. Y ésta dio vida su propia organización con unas 30 familias, y la llamó Comité Con Esfuerzo al Futuro.
En lo que ambos grupos están unidos es en el rechazo al traslado del campamento hacia un lugar transitorio, mientras se consigue una solución habitacional definitiva. Felipe Rojas del Serviu señala que ésta llegará, en cumplimiento de un mandato presidencial. Pero, aunque sea probable que se logre erradicar el campamento de Las Mulatas, otras familias valdivianas seguirán tomando la difícil decisión de irse a vivir a los campamentos, soportando la lluvia, el frío, la humedad y los ratones.
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