Ha muerto Francisca Sandoval. No tuvo derecho a llegar ni a los 30 años, ni de ver crecer a su criatura. Un delincuente se cruzó en su camino y, pistola en mano, puso fin a todo. Como se recuerda, esto ocurrió un el 1 de mayo, cuando se encontraba reporteando los incidentes en el sector comercial de la calle Meiggs, en Santiago.
Hubo un choque entre manifestantes que en teoría conmemoraban el Día del Trabajador, y comerciantes ambulantes que repelieron a tiros a los primeros.
Tras doce días de lucha por su vida, Francisca no pudo seguir resistiendo. Hay un sujeto de 41 años imputado como el autor del disparo que finalmente mató a la joven reportera, y hay otros presuntos implicados, uno de los cuales ha seguido haciendo noticia por haber sido sorprendido paseando por la calle y luciendo la camiseta de recambio de la selección colombiana (la azul), a pesar de que la justicia le impuso el inhumano castigo de arresto domiciliario.
Apenas un día antes se había informado el fallecimiento de Shereen Abu Akleh, periodista de doble nacionalidad, estadounidense y palestina, quien fue abatida durante una redada del ejército israelí en la ciudad palestina de Yenin. No está claro quién la mató, porque tanto los militares de las Fuerzas de Defensa de Israel, IDF, como militantes árabes se culpan mutuamente de haber disparado a un grupo de periodistas, entre los que Shereen sacó la peor parte, mientras su compañero Ali Asmoadi sobrevivió, a pesar de haber sido impactado en la espalda.
Son dos hechos distantes en el espacio, uno en el Medio Oriente y el otro en la comuna de Santiago. Sin embargo, son muy cercanos en lo que significan y representan.
La muerte de periodistas por obra de manos oscuras es el reflejo de un terrible mal dentro de la sociedad. Es el intento de ocultar los crudos hechos, es apartar a la ciudadanía de lo que realmente le interesa, es atentar contra la democracia y sus valores, es encaminar al mundo hacia lo peor de nuestra especie.
Las dictaduras asesinan periodistas, como lo comprobamos los chilenos hace algunos años. El crimen organizado hace lo propio, tal como los fanáticos ven en la prensa a uno de sus peores enemigos, los extremistas del lado que sea quieren ver clausurados a los medios que no comulgan con sus enfermizos predicamentos. La finalidad de todos estos grupos es el mismo, esconder, tapar, sepultar en tumbas clandestinas a los que se la juegan por esa tan necesaria y a veces tan esquiva transparencia, elemento vital para la solidez del desarrollo humano.
No faltan quienes, sin llegar a extremos, piensan muy mal de los periodistas. Nos acusan de mentirosos, de estar al servicio de bastardos intereses, de inventar o manipular la noticia, de utilizar la opinión pública a nuestro favor.
A ellos debo decir, en primer término, que es muy difícil inventar una noticia y que cualquier intento de ese tipo nos puede costar muy caro, porque es demasiado fácil descubrir un intento de engaño a través de un medio y además la justicia nos reserva severas sanciones de comprobarse que hay fraude.
En cambio, ha sido el periodismo, a través de los medios tradicionales y las nuevas plataformas digitales el que se ha encargado de exponer a la luz pública hechos de corrupción tan graves como la apropiación de recursos fiscales o la utilización del dinero de todos para usos privados, o los turbulentos negociados de empresas o políticos.
A mucha gente no le gusta reconocer esta realidad, pero ya son unas cuantas las verdades que han salido a la luz y a la vista de los ciudadanos exclusivamente gracias a la tarea de investigadores sin más armas que grabadoras, libretas y algún otro artilugio digital.
Es frecuente que el consumidor de información esté en desacuerdo con los contenidos que encuentra al frente. Esto ocurre en diversos ámbitos, pero especialmente en la política y el deporte. Es natural dentro de una democracia. No todos vamos a ser gobiernistas o de oposición y siempre va a haber discrepancias entre colocolinos y chunchos, pero los periodistas hemos aprendido a actuar como neutrales moderadores y conductores de debates que deben enmarcarse en un terreno caracterizado por lo razonable.
Esperemos que el asesinato de Francisca, el que nos llega más fuertemente, se convierta en un hecho ocasional y que no tengamos que lamentar más muertes tan brutales.
Tras conocerse el desenlace, nos hemos visto cubiertos por declaraciones de autoridades de diversas tendencias y rangos, lamentando los hechos y exigiendo mayor rigor en los procedimientos policiales, a fin de asegurar un desempeño menos riesgoso para la prensa, en todas sus expresiones. Se condena la impunidad y se describe el fenómeno como la naturalización de la violencia.
De acuerdo. Por supuesto que estamos de acuerdo, pero también esperamos que no sean frases de buena crianza ni muestras de oportunismo para sacar ventajas.
No podemos permitir que en nuestro país se repita lo que ha ocurrido en otras naciones del continente, donde el ejercicio del periodismo se ha caracterizado por el riesgo que implica tocar los intereses de los señores de la muerte.
Por lo mismo, el martirio de Francisca no puede quedar en coronas institucionales y un ramo de claveles sobre su tumba.
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