La violencia en las calles hoy, no tiene nada que ver, eso sí, con los pueblos del ayer. Primero, porque no había calles, y casi nada de gente. Es el ejemplo de Balmaceda. Y aunque cuesta creerlo, echando un cálculo bárbaro y al raspaje de la olla, el fenómeno se mantiene y hoy sigue igual que hace cincuenta años atrás. Estacionado, paralizado,vacío y silencioso, desprovisto del ruido de la gran ciudad, y sin metas de crecimiento alguna, por si no se ha dado cuenta. Al parecer, si hay algo que terminará matando el encanto de los balmacedinos, será la propensión a dejarse invadir por gente de afuera, tal como le pasó a Coyhaique, que dejó entrar a su zona sagrada a miles de extraños y desconocidos habitantes que transformó el aroma social y detuvo la convivencia de familiarización.
Pero entonces ¿a qué viene toda esta cháchara? A que hoy les haré revivir una nueva atmósfera en la Balmaceda de los tiempos primeros. Me iré despacito por entre los coirones y las huellas armadas hasta ahora por las ovejas y los caballos. Me internaré por esas pisadas imposibles, en tiempos bravos y adustos en que el hombre se defendía también de su enemigo, olvidando por breves momentos que lo peor era la nievescarcha de las horas difíciles y la pérdida de sus animales, que una semana o un mes después, los encontraban muertos sobre las copas de los árboles, enterrados entre las ramas, al ceder el piso de nieve durante los deshielos de septiembre.
Eran momentos difíciles y riesgosos, con un desencanto brutal.. Pero había algo peor que eso: la llegada de los bandoleros al pueblo.
Cuando esos jinetes llegaban sin aviso y entraban a la mansa Balmaceda, hacían y deshacían cuando le echaban el ojo a lo que encontraran primero, a lo que estuviera a la mano. Comían gratis, robaban, mataban, violaban a las mujeres, se deshacían de los que andaban armados y después se proclamaban como los dueños del pueblo, con derechos adquiridos para hacer y deshacer.
Esa invasión duraba largos días o semanas sin que nadie detuviera sus intenciones aniquiladoras.
Un ambiente de silencio y suspenso
Entrevisté a un Bravo de Balmaceda. Llegué en mi Datsun a mediados de los 80 un mes de Noviembre. Por si no lo saben, los Bravo en Balmaceda siguen teniendo nombradas por ser algunos de ellos dignos representantes del bandoleraje. Su apellido no es bien recordado por los vecinos, aunque las entrevistas logradas nunca dejaron de mencionarlos en sus recuerdos.
Es bien sabido que asociarse con pandillerajes y bandoleros es como ser uno de ellos. Se sabe incluso que la mayoría de aquellos intrusos no eran más que un buscaje agresivo que merodeaba por los extensos espacios del coironal en busca de apoderarse de lo ajeno. Los Bravo no eran buscas ni matreros, simplemente eran gente ruda de trabajo y vocación ganadera que se los veía muy a menudo entreverados en los manejos de reses, vicios y alegrías del relajo.
Casi toda la rama de Bravos de Balmaceda fueron argentinos, y uno que otro de la circunscripción de Valle Simpson, como el que nos contó estas historias, don Daniel, que ya en 1911 respiraba los vericuetos laborales del valle montado a caballo. Estaba solo en la cocina y me lo encontré cuando estaba prendiendo fuego. Me hizo pasar con cierto tono de cordialidad, riéndose de soslayo cuando supo quién era yo.
–El que habla en la radio y dice hartas mentiras –dijo. Y rió fuerte y desenfadado.
Los primeros Bravo fueron Moisés del Carmen y Ana María Sáez, que engendraron sus retoños luego de casarse por el civil de San Martín en casa de los panaderos, un tal Gabriel Trenti. Entonces Domingo nació en Chalía y Daniel aquí en el valle de una Balmaceda lejana, donde no habían de más de diez casitas, dijo.
Se repite la misma contada del crudelísimo invierno del 14, que también mentó don Bravo diciendo que casi todos los pobladores de los campos balmacedinos quedaron sin ganado, como Juan Aguilar Gaete que perdió doscientas vacas, porque según me dijo le cayó un metro y medio de nieve las cuatro primeras noches, y ese metro y medio después se escarchó y quedó ahí todo el invierno, como unos cuatro meses. Invernaba entonces dentro de la casa de chapas paradas que los Bravo tenían en la pampa sola, lo que después sería Balmaceda.
El mercachifle árabe Juan Hammer sería víctima del espanto vivido en el interior, cuando se acabaron los vicios y la nieve ni pensó irse en largos cuatro o cinco meses, con una familia completa atrapada en el infierno blanco, niños chicos ahí, algunos recién nacidos, poco fuego, poca comida, sin poder hacer nada. No había ni tabaco. Mascábamos charqui para distraernos, dijo.
Hammer, lo único que tenía era un carromato que le servía para repartir las mercaderías y que mucha gente lo recuerda por lo que le han contado antepasados sobre él. Años más tarde este hombre se instalaría con casa y negocio en lo que después sería de Juan Aguilar, otro reconocido ganadero del poblado creciente. Bravo me recordó muchos detalles como esos. Que el primero que hizo una casa levantada de verdad fue Antolín Silva, una construcción de dos aguas frente a la actual iglesia que todos conocieron como el hotel, que era de ladrillos y material de buena calidad, donde se implementaron unas diez habitaciones con un buen comedor y la característica de siempre, la cantina grande en toda la esquina y un lugar de relajo y convocatoria de gran cantidad de vecinos que hicieron ese lugar un punto de reunión exclusivo para el encuentro diario. Le puso un nombre, el Polo Sur y se buscó un argentino para que lo administre, el recordado Sandalio Méndez que años después fuera acribillado por los carabineros del sector ya que era buscado por matreraje.
Las contadas de don Daniel
Daniel Bravo aprendería a leer cuando había cumplido los 30 años y para eso sus padres le contrataron al profesor particular José Nicolás Morales, a cuya casa debía concurrir diariamente, siendo peón campañista. En esa casa vivía con la familia un joven ruso escapado de la Unión Soviética y llegado a Buenos Aires para venir luego a Balmaceda, una ruta muy familiar para la mayoría de los inmigrantes. Este ruso trabajaba en casa del profesor como sastre y en la noche se juntaban a leer libros en silencio en una sala grande iluminada con lámparas Petromax, mientras que el joven Daniel sólo hojeaba revistas para mirar ilustraciones. Al día siguiente Bravo fue a Lago Blanco y el profesor Abarzúa le regaló los utensilios. El ambiente era hogareño y relajado cuando compartía con Cupertino Aguilar, Miguel de Rays, Lisandro Mansilla, Herminio Vargas Urra, los más unidos en un lugar lleno de vacíos, silencios y descampados.
La taba y el rodeo de animales eran cosa de todos los días, aunque de pronto se entreveraban los buscas y esa misteriosa barra de pendencieros que antaño causaban terror entre las sanas familias, los Tamborinis, los Garcilasos, los Carimontes, Victoriano García y su banda, el finao Flaco y Gorra de Mono, a quien dio muerte el turco Jiménez disparándole un tiro en la frente en el mismo hotel de los Silva cerca la cantina de la esquina. Me pregunto ahora por qué dijo el hotel de los Silva si el único hotel era el de los Mascareños, podría haberse referido a alguna pensión con esa familia, pero eso no se lo pregunté.
En ese ambiente todo marchaba relativamente bien. El que era más capaz podía resistir la violencia y siempre las muertes fueron por peleas, igual que las películas que uno podía ver sólo en las estancias argentinas, bueno usted sabe que había que ir a trabajar allá para aprender estas cosas y rodearse de otros ambientes también.
Balmaceda, la vida por dentro
Meses más tarde los argentinos Lucas Casarini, Juan Valdés y Juan Koslowsky de Lago Blanco se reunieron para formalizar un club en Balmaceda, instaurando sus ideas y fundándolo, para después encargarle la construcción a Carlos Ocampo, Juan Ramón Contreras de Gallipao y un maestro Hormazábal de Conales, sus primeros carpinteros.
Recordé brevemente al viejo Juan Ramón, de cuando cierta tarde cuando llegué por otro encargo de voces que me esperaban, me lo encontré solo en la casa que me palabrearon algunos vecinos. Fue ese el día que se me atravesó Chalino Barros, pensando que yo había entrado para engañar al anciano Contreras que invitaba a veces a estar ahí para partirle leña, amasar o para ordeñar en veces, como decía él. Pero cuando yo estaba ahí, llegó y abrió fuerte la puerta y con la mano en el cinturón, pensando que yo era extraño y peligroso, así que tuve que suspender la entrevista y apagar la grabadora. Una reacción típica de un balmacedino nacido y criado, demasiado acostumbrado a cuidarse de los extraños.
Corría el año 1928 cuando cumplía funciones el subdelegado Lanas, que era un mayor del ejército ya retirado y de quien muchos deben acordarse por su figura jovial y dinámica a pesar de sus años. Esta inolvidable autoridad pueblera necesitaba con urgencia repartidores de la correspondencia entre un poblado a otro, considerando que la única forma posible era a través del caballo.
Como don Moisés ya había tenido entreveros con su hijo en el sentido de que debía ga-narse la vida fuera del grupo familiar, no lo pensó dos veces y le sugirió a Lanas tomarlo como valijero, un oficio demasiado común para la época que se vivía, cuyo mayor mérito era el reparto de la correspondencia entre correos ubicados en puntos estratégicos del área poblacional, cada uno encargado de un jefe postal o estafeta.
Daniel Bravo, estafeta de Correos
Fue entonces que surgió el nombre del primer valijero oficial del territorio de Aysén, octubre del año 1928, contratado por el subdelegado Lanas y de nombre Daniel Bravo Sáez.
El contrato estipulaba un sueldo de 250 pesos mensuales y un trabajo a caballo con recambio de cabalgadura por cada kilómetro recorrido. Los primeros viajes fueron el tramo Balmaceda a Coyhaique una vez a la semana y Balmaceda a Puerto Ibáñez uno cada 15 días. A veces se juntaban los dos correos un mismo día, entonces don Daniel recurría a dos amigos, el argentino Julio Torres y Remigio Segundo Aravena, chileno, que reemplazaban a Bravo en el viaje a Ibáñez. Cinco años permanecería el gaucho Bravo a cargo de estos trayectos, para lo cual contaba con dos caballos, el monturero y el destinado a llevar la correspondencia que llamaba pilchero.
En Baquedano se encontraba la jefa de los valijeros, Victoria Travotic Catalán, en la misma primera casa bruja de Juan Carrasco ubicada en la costa del río Simpson, casi al juntarse con el otro, el Coyhaique, entregando a cada uno diferentes bolsones con cartas o reembolsos postales llegados desde diversos puntos para ser entregados en Aysén. El trayecto a Puerto Aysén lo cumplía Manuel Valenzuela y el de Balmaceda, Valle Simpson e Ibáñez, Daniel Bravo. Recordó el viejo Daniel que la firma que él usaba en el momento de la entrevista es la misma que le había enseñado a escribir doña Victoria siendo él aún analfabeto y durante esos difíciles tiempos de su oficio de valijero. En la casa de Delfín Jara, pleno Valle Simpson, funcionada el correo a cargo de la estafeta Celia García y tam-bién la profesora Emilia Jaña, que hacía funcionar otro tramo. En Balmaceda, la estafeta era la señora de Ramón Laibe, mientras que en Puerto Ibáñez cumplía esas funciones la señora Herminia, esposa de Jalil Amado.
Una de las mayores responsabilidades que le tocó cumplir a este valiente chasqui de los caminos imposibles fue entregar los sueldos para los carabineros que laboraban en los retenes de Ibáñez, Valle Simpson y Balmaceda, cumpliendo sin errores su importante cometido. Nos cuenta al oído que siempre debió estar preparado para afrontar los peligros de quienes asechaban eternamente en los caminos, ya sea animales salvajes o forajidos. Para eso, jamás se olvidaba de su arma de servicio, un impresionante revólver Colt Caballito 3220 caño largo, un arma argentina que le entregó personalmente el subdelegado Lanas en Balmaceda.
En agosto de 1933, durante una larga entrega, fue acosado por una nevazón infernal en la cual estuvo a punto de perder la vida, siendo ayudado por bondadosos gendarmes que andaban por ahí inspeccionando. Luego de superar aquel duro percance en el Portezuelo cercano a la frontera, decidió abandonar para siempre su trabajo de chasqui, renunciando formalmente al cargo que le había formalizado el subdelegado por intermedio de su padre Moisés.
Las imágenes desfilan por los ojos del anciano Bravo, y parecen sumirle en un profundo sueño respetuoso y consagrado. Un puñado de vivencias que entran y salen por su espíritu, ahora que él está muerto y que no volverá a encontrarse con la casa de sus juegos infantiles, de la partera Dumecilda, de Juan Bautista Silva, la casa blanca de la orilla del río Oscuro, de los desfiles y las murgas, las carreras gauchas entre dos connotados parejeros, como el gran desafío entre los fletes Nogalito de Juan Fernández y Tornasol de Federico Peede, la primera carrera larga de mil metros, que se corrió de donde está la población de los carabineros hacia arriba, con miles de asistentes entre argentinos y chilenos, capítulos que marcan huellas profundas de tradición balmacedina.
Por la sucia mesa de la cocina que aún recuerdan mis ojos, por ese desorden pleno de gauchos y hombres rudos, abrí y cerré la compuerta de esta cajita de las palabras que me sigue acompañando adonde vaya, aunque hayan pasado 36 largos años. Fue la Balmaceda de mediados de los 80, cuando un sol tibio dejaba caer un viento frío y largo, como esa voz que ahora escucho y que me trae cantos del pasado envueltos en emociones amarradas a la estirpe pionera.
OSCAR ALEUY, autor de cientos de crónicas, historias, cuentos, novelas y memoriales de las vecindades de la región de Aysén. Escribe, fabrica y edita sus propios libros en una difícil tarea de autogestión. Ha escrito 4 novelas, una colección de 17 cuentos patagones, otra
colección de 6 tomos de biografías y sucedidos y de 4 tomos de crónicas de la nostalgia de niñez y juventud. A ellos se suman dos libros de historia oficial sobre la Patagonia y Cisnes. En preparación un conjunto de 15 revistas de 84 páginas puestas en edición de libro y esta sección de La Última Esquina.
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