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La odisea universitaria en el verano de 1972 en Coyhaique

Por Óscar Aleuy / 16 de noviembre de 2024 | 18:47
Alberto "Tata"Cruz, líder espiritual de miles de estudiantes en la UCV de Viña del Mar (Foto redes sociales)
Yo creía hasta ahora que sólo los estudiantes que hacían arquitectura con sus rapidograph en los estuches eran los únicos depositarios de las maravillas que dejaban las clases del tata Alberto Cruz en la Bottega de Viña. Hoy me doy cuenta que no era así.
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Como estudiante de literatura en los incómodos pasillos del Laberinto del tercer piso de la Universidad Católica de Valparaíso en 1972, preparaba mi vacación al Coyhaique natal lleno de amigos y relajos. Era una libertad de veras, con el vuelo en avión por los fiordos australes, un verde que tanto se echa de menos en los cementos ciudadanos y el consabido romance vacacional que duraba tres meses. 

Pero aquel año iba a ser diferente, tanto, que cuando supe que se habían preparado los trabajos de verano para Aysén, me preguntaba qué estaba haciendo yo entonces que nada supe ni nunca nadie me contó nada. Era ya un ser insocial desde entonces. Hoy eso no cambia. Obviamente, mi único norte eran los libros y las lecturas, los encuentros literarios, los talleres, las bibliotecas y los amigos. Quizás por eso nunca supe lo que estaba pasando con esos sesenta y ocho estudiantes voluntarios, algunos de los cuales eran de mi facultad, y otros de talleres comunes, especialmente aquel de La Bottega y ciudad Ritoque donde por primera vez conocí a esos dioses nuestros de la locura arquitectónica mezcla de poesía y superrealismo, Fabio, Alberto Cruz y Giommi y Nicolás Emilfork. Todo era mágico en Viñamar, y creo que lo sigue siendo a medida que envejezco. 

Llegan los estudiantes 

Esa tarde de enero en Coyhaique, sin planes ni anuncios, llegó a casa un grupo grande a saludarme, en medio del viento y de la lluvia con gritos intemperantes y destemplados. Entraron por primera vez en tropel los de Historia y Geografía, Arquitectura y Mecánica y por supuesto los de Castellano, Sociología y Pedagogía. Pasaron por la calle, la cruzaron y se precipitaron como una tromba para saludar al único aysenino de la carrera que era yo. Abrazo fraterno en medio de la noticia, recorridos por la geografía de mi tierra en grupos asignados y encuentros etílicos en los bajos de mi casa natal, rodeados de petit bouchés y salchichas asadas en el estilo de la Hilda Rojas. 

Al día siguiente ya no los vi más hasta que me llegó una invitación y un agradecimiento allá en la casa central, unos cuatro meses después. Por las contadas de otros, así como por las noticias muy especiales de los medios de comunicación, me enteré que lo que hicieron aquí fue apoteósico y delirante. 

Los fabulosos equipos de trabajo

Supe con lujo de detalles que a las cuatro de la tarde de un día que no recuerdo, navegaron en lancha desde Puerto Aysén rumbo a Puyuhuapi los estudiantes Igor Avsolomovic de Arquitectura, Kamel Harire de Francés y Alberto Barrientos de Mecánica para dibujar el cementerio y obtener datos históricos. El mismo día llegaron a Cisnes Pedro Weinberger y Juan Baudoin de Arquitectura, Marcelo Moses de Construcción y Víctor Torres de Matemáticas, estudiaron la proyección de los muebles de una nueva hostería y midieron una plaza de juegos infantiles. En Cisnes, Alfredo Cristie de Biología, Camila Jara de Geografía y Salvador Zahr de Arquitectura recorrieron las casas de los pescadores. Entraron a Puerto Bonito Ignacio Martínez de Arquitectura, Jorge Gaete de Matemáticas y Patricio Vega de Geografía y se pusieron a esperar sin esperanza algo que los llevara a Bahía Erasmo. Por radio los llamaron desde una central de Coyhaique. En Chacabuco estuvo la Elida Oyarzo de Castellano con Luis Serrano de Arquitectura y Alejandro Silva de Geografía, hablando con el primer colono de la Ensenada. Y cerca de ahí en Puerto Aysén, Rosa Muñoz de Servicio Social, Juan Uriarte de Agronomía y Manfred Thiele de Arquitectura, recogieron datos de la Empresa de Comercio Agrícola, encuestaron un centro de madres y efectuaron planimetría de los valles aledaños. Las cosas estaban normales con el grupo de Marta Baudoin de Pedagogía, Isabel Gutiérrez de Geografía, Arnaldo Bustos de Construcción y Patricio Palma de Servicio Social, los que subían en camioneta hasta la frontera de Coyhaique Alto y recopilaban datos de la Planta Lechera Calaisén. Otros estaban en Valle Simpson comiendo asado al palo y recorriendo a caballo casi toda la Ensenada. Eran Tatiana Cuevas de Servicio Social, Humberto Lucero de Arquitectura, Juan Bonhert de Agronomía y Germán Almonacid de Historia. Mientras tanto, en Mañihuales, mi amigo Helmuth Berger de Castellano junto a Alfonso Matamala de Arquitectura y Sergio Pinto, iban a caballo hasta Campo Grande y Emperador Guillermo con croqueras y fotografías ante un paisaje enloquecedor.

En Ñirehuao, a cuatro horas de Aysén, David Marín, Rodolfo Colacci y Carlos González Page estudiaban la carnicería y el galpón de esquila del asentamiento Baño Nuevo, llenando encuestas de agronomía y servicio social y en la tarde entrevistando a dirigentes de la CORA en Ñirehuao. Alicia Bahamondes de Castellano, Humberto Cáceres de

Godofredo Iommi, profesor de la escuela de Arquitectura de la UCV en un acto poético con sus alumnos frente al mar (Foto Escuela Arquitecturav UCV)

 Matemáticas y José Gardiazábal de Arquitectura avanzaron hasta la Estancia La Frontera para tomar fotografías y elaborar croquis de la empresa ganadera en medio de una pampa ventosa y peligrosa. Hacia el Ibáñez, Norma Araya, Alvaro González y Leonel Sotomayor inquirían información en el Registro Civil y Correos y se movían a caballo hasta el Salto y Laguna Tres Hermanas. En Murta, Augusto Tuñón, Jorge Negrete y Gino Miranda esperaban un avión que los traería de regreso a Chile Chico. David Green, René Ramírez y Ramón Torres estaban se encontraban en Guadal proyectando un estudio geográfico de comunicaciones lacustres y seguían rumbo a la Estancia El Martillo. A Chile Chico partían Iván Echaurren, José Manuel Espinoza y Gerardo Leighton luego de volver de un viaje de reconocimiento a Comodoro Rivadavia y se metían en la parroquia local para recabar información sobre los pioneros. Adriana Reyes había llegado a Tapera junto con Patricio Solari y Alejandro Pinto y en Cochrane, Camilo Lobos, Vicente Caro y Bruno Solari, recorrían junto a un técnico del SAG la zona agrícola y los viveros y daban inicio al levantamiento catastral del pueblo. Finalmente, la gente de la organización estaba en Puerto Aysén velando por cubrir todos los detalles posibles. Eran Marie Anne Kenshington y Baldomero Estrada, encargados de la bitácora general del grupo. 

El resumen que lo ordena todo

Pasaron los años. Las duras aristas del tiempo no dejaron nunca de horadar nuestro lema poético de las bienaventuranzas. Más que ninguno comenzaba pronto a inclinarme por los oficios del tiempo pasado, rodeado de los bríos de la historia y de la evolución del mundo. Por eso, cuando aparecieron estos instantes de juventud, yo enloquecía de ideas y tironeos literarios. Lo que croniqué acerca de estos meses felices sobre los estudiantes de todas las carreras de la Universidad Católica de Valparaíso, me dejó pensando por mucho tiempo, atorado de dudas y vacilaciones.

Ayer cuando cerraba el último párrafo de mi columna, me sorprendieron profundamente una vez más los timoneles de estos trabajos de la UCV en 1970, ese gigante Leonidas Emilfork con su poder inconfundible y una calmosa tendencia política, el viejo sabio Fabio Cruz, su pariente Alberto con sus silencios coloridos, y el soberbio autor de Aysén del Mar, Ignacio Balcells, poeta y arquitecto que treinta años más tarde vendría a maravillarnos con su libro Aysén, carta del Mar Nuevo, sobre la fundación de una ciudad eterna en el litoral y que incluso le alcanzó el tiempo para asombrarnos acerca de las peripecias y desventuras del viaje poético del padre García Alsué a través de los mares australes. Todos ellos son grandes temblores de la piel, invencibles en medio del mar lleno de designios. 

Es difícil una victoria enterrado en un enjambre de incomprensibles. Es jodido ganar así, como si en el balance del destello no ocurriera nada, y la verdad absoluta o la belleza virginal que cae desde la obra, rebotara en el vacío, sin respuesta, sin pena. Sin gloria. Sin interlocutores. Allá en Aysén eso sucede hace tiempo. Pero casi nadie se da cuenta porque el conversar y el dialogar depende de los fundamentos de un papel aprendido de memoria. La cultura es un montón de comunicadores que remecen a la opinión pública cubriendo una noticia que aparece por obra y gracia sobre una tarjeta que se cae a pedazos. Una noticia que no es, pero que todos aclaman. Autores que no son pero que pasan de contrabando como escritores que no guardan las distancias, pintores que desentonan, artesanos que no emocionan. Creo que aún Aysén no aplica para el mundo. Y vive aún de este arte del silabario. Por eso es tan importante para nosotros esto que sucedió en Aysén por los setentas, una especie de re originación a partir de ciertas cosas que se vivían en silencio. Ese es el correcto resultado de recibir un chubasco de lo que me dejaron estos monstruos de Ritoque y de Ciudad del Mar Nuevo, que llegaron en 1970 y emprendieron un viaje con setenta universitarios asignándoles responsabilidades técnicas, cada cual en lo suyo, frente a una organización de campanillas. Al final queda un libro escrito con letra de arquitecto, como si fueran moldes de rapidograph o mecanorma, divino como un juego de acertijos, con poderosos placeres poéticos y el contrapunto de una historia contextual que permanece de principio a fin. Un libro que titularon Aysén, provincia de Chile, editado por Emilfork y que tengo como un tesoro desde que me lo dejaron los arquitectos de ese viaje. El acto de regeneración de un desplazamiento idílico y misterioso como ese, venció la inmensidad del acto poético y se posicionó en todas las respiraciones llevándose los guturales estertores de la vida que transcurría, tres años después de la reforma universitaria que comenzó justamente en Valparaíso, en la Escuela de Arquitectura y Diseño. 

José Ballcels, el arquitecto que escribió el maravillloso libro “Aysén Cartas del Mar Nuevo”. Con una frase lo dijo todo: “Me vine a Aysén para poner mi cuerpo en vilo sobre el mar”.

La última esquina de reflexión

Hay un abatimiento demasiado absurdo cuando comienzan esos estudiantes de los trabajos de verano a entrar con gruesas dificultades hasta los principales puntos poblados de la provincia, enfrascados en su terapia cultural santiaguinesca y obnubilados por el ferviente presencial de un extranjero que llega de improviso a hacerse cargo de todos los problemas y a ser considerado como rey en medio de la gleba. Ese paso cansino de los jóvenes quijotes que entraron aquí en grupos de tres por entre el litoral, las selvas, los páramos y llanuras, terminó por convertir esta aventura de verano en una verdadera epopeya sin ruido que hizo que algo cambiara en lo cotidiano y fundamental de la pobre provincia de Aysén de aquellos años. Parecía en verdad una delegación de gente de todas partes, de todas las carreras a la cual se le asignó diversas funciones y se la agrupó según áreas de conocimiento e interés, según pericias naturales y espontáneas. Lo mejor es que yo estaba ahí y en todo momento creí que ellos venían de vacaciones instituidas. Igual que los trabajos de verano, pensaba, adonde cierta vez, hace un par de años antes, me habían invitado a mí también ciertos locos de la bendita escuela de arquitectura con algunos de los cuales compartía asignaturas electivas en una sala gigantesca donde se hablaba el idioma de la Bottega

Debo haber estado muy enfrascado en mis asuntos académicos porque que en ningún momento me di cuenta de la enorme trascendencia que esto tenía entonces. Hoy sigo hojeando el libro, que es el resultado y el informe de aquel tan poético-científico acto de integración de un estudiantado que parece que ya se ha reunido con el tiempo para analizar lo que sucedió por única vez en la historia de sus vidas. Recuerdo a cinco de ellos, grandes compañeros de aulas, y otras amigas de las que recuerdo haber estado enamorado. Balcells aparece en mi obra Memorial de la Patagonia que editó Ril Editores en 2012. En cada hoja del libro amarillento donde quedó registrada esa experiencia lejana, se desgaja una comuna de nuestra tierra. Maravilloso cometido que transciende en el tiempo y el espacio.


OSCAR  ALEUY, autor de cientos de crónicas, historias, cuentos, novelas  y memoriales de las vecindades de la región de Aysén. Escribe, fabrica y edita sus propios libros en una difícil tarea de autogestión. Ha escrito 4 novelas, una colección de 17 cuentos patagones, otra colección de 6 tomos de biografías y sucedidos y de 4 tomos de crónicas de la nostalgia de niñez y juventud. A ellos se suman dos libros de historia oficial sobre la Patagonia y Cisnes. En preparación un conjunto de 15 revistas de 84 páginas puestas  en edición de libro y esta sección de La Última Esquina.

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