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Avelino Díaz, las escaramuzas de la Guerra de Chile Chico

Por Óscar Aleuy / 3 de noviembre de 2024 | 14:50
Tropas argentinas enviadas por petición del gobierno chileno a luchar contra los pobladores de Chile Chico en los sucesos de 1918, Estancia Eduardo Kellis, 1918. (Foto donada a la Biblioteca Nacional por Danka Ivanoff)
Los conflictos de interés, los engaños y las manipulaciones que precipitaron los acontecimientos de la Guerra de Chile Chico, nos abren hoy las puertas a la comprensión de este bullado affaire ocurrido en Aysén al concluir la segunda década del siglo XX.
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En el ya lejano invierno de 1999, Porfirio me contó que su abuelo le había advertido a toda la gente de Chile Chico que el Valle del Pedregoso era una verdadera caldera y que una pequeña chispa provocaría la guerra y morirían muchos. Pero a los lugareños nada de eso les importaba. Díaz tenía preparadas dos varas largas de lenga para levantar la antena de una radio recién llegada de Comodoro que habían cambiado por una vaquillona y un caballo para charqui.

El brilloso artefacto venía envuelto en un poncho fino por delante de la montura de su caballo, y Don Rolando lo desenvolvió y lo abrió para ponerle las pilas. Todos esos niños y adultos abrieron tremendos ojos para mirar y aprender, sin importarles en absoluto el ambiente de la guerra y los caballos con carabineros que venían a amenazar a las familias. Dicen que mandaban emisarios para quitarles las tierras y que si no les vendían sus animales se los iban a llevar igual. Unos pensaron en la faramalla de quedarse con la tierra, con las casitas que tanto les costó levantar. Muy pocos se imaginaron lo que pasaría. Algunos líderes hablaron con los usurpadores. Uno de ellos, el profesor Arsenio, hizo un viaje largo y penoso para que lo escucharan los diputados en el congreso de Santiago.

La radio salió de la caja y brilló con los rayos del sol. A cualquier hora, en medio de la exuberancia del valle, la música estuvo sonando día y noche como si fuera un bombazo de regocijo para todo ese lugar lleno de miedos y tensiones. Era un nervio grande que sentían día y noche, pero nunca dejaron de juntarse alrededor de las fogatas para escuchar las músicas y los locutores argentinos con esa voz cantarina que tienen ellos tan especialmente atractiva y sentadora. Porfirio mismo me lo dijo sonriendo: bailamos chamamé toda la noche. Eran lindos esos bailes antiguos. Nos gustaban mucho los Vera-Lucero. Voy a recordar los mejores tiempos de los que he vivido… comenzaban a recitar en una de las canciones.

Avelino Díaz, poblador de Chile Chico, inspirador de la crónica de hoy.

El tío Avelino ya estaba viejo y cansado, pero igual llegaban sus cuentos, con esos antiguos chamameceros de fondo. En silencio y con los ojos abiertos me habló de la Cueva, el lugar preciso donde partiría el pueblo junto al antiguo galpón de antes, cuando ya estaban ahí los que llegaron primero. Con los ojos abiertos y una voz todavía fuerte me contaba de los viajes en caballos viejos sobre carretas desvencijadas, me llenaban de paz sus relatos de enjundias y tristezas. A la vera de la rueda, todos sentados en troncos de lenga, algunos cubiertos con cojines de cuero de capón, los más chicos le pedían cuentos al abuelo, especialmente las aventuras que vivió en su llegada a La Cueva. Aparecieron muchos capítulos que referían los acontecimientos ocurridos en la guerra. Un día, cuando caía la noche, se apeó del lugar un hombre serio y con cara de sabio. Se llamaba Antolín Silva Ormeño.

Las primeras contadas de Porfirio en Coyhaique

Porfirio Díaz me empezó a contar todo eso con sonrisas y frases cortas, en un arranque de alegría y risitas nerviosas: el cielo se sosegaba con sus tropillas de estrellas que eran casi como palabras en dirección al viento. Un sonido, un relincho, un bramido, un balar de ovejas o un ladrar de perros con el grito del zorro matrero. 

Me dijo que su abuelo era hijo de una mujer resignada y luchadora que se había casado con un andaluz. De esa unión nacería Arselino Torres Díaz. Pero rápidamente se separaron y al bebé se lo llevaron para que lo críe una madrastra. El hombre había llegado de los cerros penquistas, cerca de Concepción y, de hecho, se identificaba ya como cerruco, que es lo mismo que decir un viviente de los cerros de Nahuelbuta.  Ese padre Ceferino Torres era un español de Andalucía, gran contador de cuentos y mentiras, machista y castigador como pocos, de esos hombres violentos que le gustaba ver sufrir a otros cuando lo punteaba con la garrocha de los bueyes.

Arselino decidió cambiarse el nombre y se puso Avelino Díaz, con el apellido de mamá. Los trabajadores vivían como esclavos, andaban por ahí escuchando los cuentos de Pedro Urdemales. El joven fue sintiendo esas historias como suyas y cuando llegó la hora de su servicio militar, se hizo amigo de José Antolín Silva Ormeño, el famoso líder y cabecilla de la revuelta de Chile Chico, con el que se reencontraría en Julio de 1918. 

ANTOLIN SILVA ORMEÑO, líder y estratega de los pobladores al comprobar la amenaza de usurpación de tierras en 1918.

 

Estando en Temuco contrajo matrimonio con Emilia Segura y engendró a Francisco Aurelio. La familia emigró hacia el sur en un largo tramo sobre carros de caballos, un viaje entre amigos y paisanos donde convivirían con las tribus indígenas y aprendería lengua mapuche. Fueron varios meses rumbeando hacia el sur, hasta llegar al Chalía, en Lago Blanco, donde ya había un grupo importante de chilenos del Biobío radicados ahí.

El encuentro en el barco con los usurpadores

Avelino se metió de medianero con los primeros Burgos y los Fica. En esos tiempos, Temuco era el norte y la Patagonia un lugar desconocido, donde los mismos gobiernos la consideraban como tierra de cuatreros.

Una tarde de julio invernal en alta mar, Avelino, escondido entre unos botes, descubrió que dos personas desconocidas viajaban juntas en el barco donde él iba y que se dirigían a Chile Chico. Escondido como estaba, los escuchó en silencio. Burgos se había encontrado con un tal Morales, vecino, dueño de una estancia de aquel paraje, el que recién había llegado de Buenos Aires. Pronto le contaría que llevaba a su hijo a hospitalizarse y que cuando regresaba en el barco desde Buenos Aires a Comodoro, la comisión de Von Flack venía a bordo con una misión secreta. Se trataba de una comitiva que iba a desalojar a los pobladores de Chile Chico. Según decían, se trataba de un acuerdo entre los gobiernos. El que comandaba la misión era un tal Von Flack y el teniente de carabineros chileno Leopoldo Míquel, nombrado como jefe del pelotón. 

Pobladores de Chile Chico preparados para el enfrentamiento con las fuerzas policiales en1918 (Foto donada a la Biblioteca Nacional por Danka Ivanoff)

Una misión casi oficial

Inmediatamente Avelino fue enviado por su Patrón y medianero Evangelisto Burgos, como chasqui mensajero a Chile Chico, acompañándole el amigo argentino Sabino Benavides. La noble travesía los convirtió en los mensajeros de los colonos chilenos de Chile Chico.  Fueron horas y días duros haciéndole talón a tan largas distancias, dando resuello a sus pingos, que parecían ser los mejores y más aguerridos de su tropilla. 

Los paisanos de Chile Chico en sus fiestas de cuadreras, ni soñaban tal situación. Habían estado de apuestas y bailes, entre rancheras, mazurcas, pasodobles, pericones, valses y polkas y más de una cuequita zapateada de punta y taco. Se encontraba ahí gente de todos lados reunidas, desde Ushuaia del Lago Buenos Aires hasta el Huemules. Como preparándose para el tiroteo. 

Pasados los momentos festivos, llegó Avelino Díaz. Entre galopeadas, yendo y viniendo, buscando a sus amigos, se encontró con estos hombres reunidos en la casa de Cantalicio Jara, en la Bahía Jara, siendo justamente él uno de los más amenazados por el desalojo. Lo acompañaban Manuel Jara y Pedro Burgos, Santiago Fica, Honorio Beroíza e increíblemente Jose Antolín Silva Ormeño, su amigo personal.

Avelino, cumpliendo con su misión de espía y mensajero, le entregó la carta a Cantalicio Jara y Pedro Burgos, poniéndose a disposición para lo necesario, especialmente para el arreo de ganado. Pero entonces, José Antolín exclamó:

— ¿Y por qué debemos huir? Si todos somos chilenos, aunque tengamos hijos argentinos. Y arengó diciendo: 

— Yo sólo necesito diez hombres para defender todo esto.

Y no se juntaron sólo diez sino muchos más, que llegaron desde Ushuaía (hoy Mallín Grande y también Guadal), destacando entre ellos Rómulo Jara, Aristóbulo Avilés, y los vecinos José Antolín Silva del Huemules (hoy Balmaceda, el Blanco e incluso Valle Simpson). 

Contaba doña Beatriz,  mamá de los Fíca Burgos, que las mujeres ayudaron a acarrear todos los víveres a las cuevas de los cerros cercanos a la Bahía de Chile Chico, porque las casas y bodegas las dejaron totalmente vacías. Se dice que los únicos que no alcanzaron a escapar fueron los Quezada y que en la guerra fueron los que se llevaron la peor parte.

Las mujeres fueron trasladas a la Estancia de las Chilcas, cerca de Perito Moreno, donde permanecieron durante todo el invierno, hasta que pasó toda la revuelta. Los milicianos carabineros y el tal Von Flack venían casi seguros que a todos los encontrarían por sorpresa, sin imaginarse que un simple pasajero del barco, joven y agalludo, al escuchar la conversación escondido en un bote, se había transformado en un inesperado espía. 

Ellos tenían prisa, además esta gente no estaba acostumbrada a los fríos inviernos patagones y fueron lentos en instalarse en la estancia de la Ascensión, donde armaron cuartel. Claramente eso ayudó a la gente de Chile Chico a sacar ventaja en su tremendo plan organizativo encabezado por José Antolín, y de paso convirtiendo a Avelino en un valiente mensajero, que llevaría la información a las cuadrillas, entre ellas, una que estaba encabezada por Alfredo Foizick, llegado del Huemules a ayudar, y otra por Honorio Beroíza de Chile Chico, ambas lideradas por José Antolín.

En la Laguna Verde, Avilés estuvo varios días escondido en un galpón de pasto, en un tiroteo entre la milicia y los bravos de Chile Chico. Murieron tres invasores y el compañero de Avelino, Sabino Benavides, ya que sus mismos compañeros le dispararon por error, cuando intentaron esconderse en la chimenea de la Casa de Santiago Fica.

Los milicianos, toman de rehén a Manuel Jara,  atrincherándose en casa de Cantalicio en la Bahía. Los chilechiquenses les cortaron los canales de agua y por miedo al duro invierno y que corra mucha sangre, los afuerinos levantarían bandera blanca en señal de rendición y liberarían a Manuel Jara.

Los sucesos históricos

Julio Vicuña Subercaseaux, rico estanciero que trabajaba como hacendado en Magallanes, había puesto sus ojos en el tremendo caudal de riqueza que representaban esas tierras de Chile Chico. En 1914 Vicuña llegó con la intención de apropiarse con triquiñuelas de dichas posesiones de Chile Chico, mediante el remate controlado de las tierras. Primero mandaría al teniente Leopoldo Míquel y a Carlos Von Flack, a visitar a los pobladores para manifestarles el deseo de comprar sus tierras y animales, además de fotografiar sus campos para ver si podían conseguir buenos precios. Cantalicio Jara era el líder de los pobladores y veía con buenos ojos la propuesta. Pero pone la condición que deben esperar hasta que encuentren tierras nuevas para cambiarse. La idea no la aceptan los emisarios y se produce un serio conflicto.

Mientras tanto, en el Ministerio de Tierras ya hay alguien que maneja el remate ilícito para que todo suceda de un modo favorable a Vicuña Subercaseaux y sus esbirros. El capitalista mueve hilos, amistades y relaciones y también a ciertos funcionarios del Ministerio de Tierras y Bienes Nacionales, quienes manipulan las acciones, la fecha de la subasta y la resolución, rematando las tierras a su favor en presencia del emisario Von Flack, sin esperar a que se presente nadie más a la subasta.

Dicho esto, la historia recién desarrollada en esta crónica y contada por el amigo Porfirio, hijo de Avelino, podrá tener un mejor asidero para su comprensión y análisis. Destacamos la historia rigurosamente contada por Danka Ivanoff,  el testimonio del propio espía emisario Avelino Díaz, ya fallecido y unos legajos de puño y letra de su hijo Porfirio Díaz que una tarde de Julio nevando me pasó a dejar al paseo Horn de Coyhaique.

 

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