Junto a mi madre que se aleja, apago la vela con un soplido, tras poco más de unos minutos de silencio. Al abrir la puerta y entrar en mi habitación, recuerdo al viejo leñero que me lleva al bosque con su hacha y un saco papero. Huele a leña, me dice, y asiento con una sonrisa. Quisiera que este aroma impregnase la totalidad de mi existencia. Que mi último día en la tierra sea este olor para los demás. El de una hoguera en un día de mucho frío, con olor a casa, a chimenea y a cuentos de la abuela en noche de truenos.
Conocí al leñero ese gracias al padre Herminio Manea, un cura de esos magníficos ambientes liceanos, que se daba el gusto de predicar los misterios de Cristo acompañado de todo tipo de música. Recuerdo que quiso escucharme tocando acordeón cuando yo era un mocoso y apareció el corrido Si Adelita se fuera con otro. Más música para mí. Nunca pudo enseñarme él, pero lo hizo Aliro Asenjo con quien cantaba y dirigía los primeros coros de estudiantes. A Manea me lo topé en el centro de la plaza y me habló del programa de la radio donde los viejitos contaban sus vidas. Linda cosa la que haces, ―me dijo. Te voy a dar el dato de un leñador que reparte en carreta. Se llama Basilio Rubilar y es dueño de tres. Vive en la calle Freire pero te recomiendo que preguntes por todas las casas del barrio, hasta que lo encuentres.
Los primeros días de Rubilar en Baquedano
Uno lo veía siempre sentado al pértigo a Basilio, como encima de los bueyes acarreando troncos y palos que iban y venían desde los bosques (antes estaban mucho más cerca de las casas y la ciudad).
Era carrero tirado a leñero. Antiguo él. Sí que me contó historias... Fue el primer premio de cuecas en el proscenio de la inauguración del pueblo, el mismo 29, en Octubre. Carrero de los antiguos. ¿Por qué no me lo habrá dicho antes el viejito padre Herminio? Basilio venía de la zona central y andaba por aquí por 1929, fecha de la fundación de Coyhaique. Durante la fiesta de la fundación se subió al improvisado proscenio de la cueca, para bailar y ganarse el concurso. Ya andaba haciéndole ojitos a una guaina centralina, que pareciera ser que llegó de Ercilla, igual que él. Se sentía orgulloso, porque estaba compitiendo con la mejor, la señorita Rodríguez que era una bailarina de Los Angeles y casi invencible. Pero ganó la pareja de él con la guaina de los ojitos llamada Adela Riquelme Arancibia. Ni se fijó en ella y tampoco le importó mucho la emperifollada señorita Rodríguez. Se ganó las monturas, los aperos huasos, los estribos, y un trofeo de aspecto dorado. Es que era imbatible tratándose de bailar la cueca chilena, con ese estilo de los pueblos del centro, atochados de tinajas y el tono ladrillo rojo de los adobes con lagartijas.
Acaso haya sido invencible para la muerte si no se hubiera encontrado esa mañana con la imprudencia de un descuidado conductor que convirtió en astillas la carreta de bueyes que llevaba por el ripio de trocha corta que conduce a Balmaceda.
El día que llegué hasta su casita de Freire
Corrían las nevadas y las escarchas en mayo de 1986 cuando me quedé tocando un rato largo la puerta de su casita en el barrio Freire arriba. Nevaba copiosamente y me costó muchísimo llegar. En el maravilloso hogar se respiraban los aires antiguos y uno se sentía como si se encontrase viviendo en los primeros tiempos de Baquedano. Frente a la chimenea se acomodó don Basilio después de acarrear dos brazadas de troncos de ñire para un ambiente fuertemente invernal. No me di cuenta en qué momento armó el mismo sus vivencias de colonizaciones y entradas con largos viajes en los tiempos de llegada. Lo primero que me entregó fueron sus vivencias de la tropa a Balmaceda como chasqui o valijero en los primeros tiempos de la provincia. Me di cuenta de algunos detalles conmovedores, como esa fuerza interior que dominaba su alma cuando se adelantaba a los pormenores de sus primeros trabajos. En un momento, entre el enredo de palabras y emociones, entre el tráfago y la furia de sus recuerdos, dejó caer algunas lágrimas furtivas que perpetuaron esos momentos especiales.
Creo que Basilio debe haber sido desde siempre un niño y también un hombre de carretas al pértigo, ahora en otras tierras tan lejanas, completamente ensimismado por el espectáculo de los parajes ayseninos. Era muy joven, casi un niño, cuando trabajó en el barco como fogonero para ganarse los primeros pesos y comenzar a vivir sin trastornos. Anduvo mucho tiempo montado en las carretas, soportando la lluvia de los inviernos, pernoctando entre los fardos de lana de las esquilas, yerbeando los mates mañaneros junto a las ruedas del fogón, sintiendo cómo la nieve se le venía encima entre la soledad y el espanto.
A Domingo Zambrano le ofrecieron los ingleses un pedazo de tierra buena cerca de Coyhaique, pero él la había rechazado, anunciando la proximidad del nacimiento del poblado. Rubilar me lo dijo a los gritos, con palabras que exhalaban libertad y se enredaban frente al chisporroteo estremecedor de los leños ardiendo.
Se propuso contarme detalles y exclamaba y movía los brazos como aspas de molinos para darme a entender que no se imaginaba ni creía lo que Zambrano le había dicho sobre que no quería las tierras que le regalaba el Intendente y no las iba a aceptar porque es injusto que cuando llegue el crecimiento del pueblo yo tenga que correrme después, o a lo mejor llenarme de vecinos, hijuelas o de gente desconocida que molesta, que demanda o que roba.
―Aquí muy pronto va a haber un pueblo ―había dicho con convicción y gran desparpajo.
A Basilio le tocaría ser mensajero o chasqui entre Coyhaique y Balmaceda en 1926, montado a caballo y soportando todos los rigores del invierno. Parece que estaba hecho para cabalgar eternamente, ya que amaba los caballos y los viajes sin destino. Asignado para las correspondencias, galopaba y galopaba noche y día cubriendo los trayectos de entrega de sobres y paquetitos que siempre le acompañaban en las valijas atadas a las chiguas. En esos viajes se encontraba con arrieros, peones o mensajeros que venían desde la Argentina. Desmontaba, preguntaba novedades, fallecimientos, sucesos de los campos, y se aprendía las noticias de memoria para comentarlas cuando llegara a otro lugar. Más que correos humanos o medios de comunicación, los mensajeros eran distribuidores de sucesos comunitarios, verdaderos periódicos humanos con noticias frescas que corrían a la velocidad del caballo. Nadie más que aquellos jinetes veloces podrían entonces haber sido capaces de transmitirlos a los solitarios poblados.
Claro que me contó de los primeros habitantes de esa tan famosa pampa, un lugar que estaba predispuesto para ser un pueblo, aunque, me remarcaba, fue siempre difícil el comienzo porque los administradores manejaban órdenes estrictas de no poblar. Viera usted el ambiente que se vivía en esos tiempos. Había peligro y no era muy sano convivir con todos en medio de los malos tratos y el peligro. A mí me tocó lo mejor, porque se vivía una vida de esperanza, de que ya llegaría el día. Mucho descontento. Todo el mundo conversaba de un pueblo, formar un pueblo, tener algo propio en qué vivir y no seguir trabajando para patrones como los ingleses. Así qué usted se imaginará cómo estaba de difícil la cosa.
Cuando llegó la fundación en 1929, Rubilar ya se encontraba en la Pampa del Corral, siendo testigo de una fiesta y una conmoción social sin precedentes entre la pobladía. Hubo asados y música, cabalgaduras y carretas de cientos de afuerinos atadas a los palenques y varones en todo el ancho de la pampa del corral, mientras ellos disfrutaban de las fiestas. Hubo ramadas, partidas de truco, jugarretas de taba y mus o paso inglés, rituales de competiciones de caballos donde todos apostaban a ganar o a perder, fanatizados por la primera ambición de la juventud que despuntaba.
Su inesperada muerte muchos años después
Se fue don Basilio trágicamente, llevándose su bondad y su emoción de ser amante de las carretas, los animales, los calafates y las madrugadas de Aysén. Un mundo que crece ahora, esperando a muchos a hombres como él, que conocieron tanto o más sobre los inefables principios de las cosas.
Madre apareció por ahí donde estábamos, la chimenea dulce con las palabras precisas. Pero no sé si estuvo cuando a Basilio se le vino el camión encima en medio de la trocha angosta de un camino tan peligroso para transitar en carreta de bueyes. Eso fue noticia en la comunidad. Los bueyes fueron lanzados lejos del camino. La carreta con la leña se desparramó entre los ñires. El cuerpo de Rubilar quedó dividido en dos partes, apretujando el pensamiento y el cariño a una cosa pastosa y aletargada como si todo fuera un sueño trágico y espantoso. ¡Qué ingrato conocer todos esos detalles!
Porque no era para nada un sueño. Ni menos ráfagas de viento que a uno le traen las noticias de los chasquis a través de la lejanía.
Me atrevo a recordar todavía los trofeos ganados por Rubilar en medio de la pampa del corral y el humilde proscenio de los bailarines de la cueca durante la fundación. Comparo su triunfo y su gloria con la leña que vendía y vuelvo a la vela apagada en silencio junto a mi madre que se ha ido para dejarme solo y dormido.
Pienso en Rubilar y me acerco al canto y al verso bien amado, el mismo que le compongo al humo que se estira vertical hacia los cielos desde el caño negro del hollín: que el olor a leña te haga feliz. Sólo es humo que la sueña una y otra vez, quemándose, yéndose a tantas otras partes y oliendo tan bien.
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