Esa mañana de lluvias y pintitas de corazones sobre cuadernos antiguos, era el Aysén completo, con calles de tierra sin dirección alguna y barrizales que salpicaban las ancas de los zainos. El roquerío pulido por los años ya se iba quedando solo y el Aysén de la mañana se encaramaba a la región sin tiempo de los sueños.
Metida en sus pampas a pasito corto y con un par de ovejeros que toreaban, no le hacía nada la nieve a la Abelina Troncoso. Ni el viento fuerte, ni el sol intenso, ni el trabajo duro la podían amedrentar. Era prudente y gozosa la Abelina. Es que había llegado cabalgando de Loncoche cuando tenía cinco años, acompañando a Arnulfo y a su Amalia madre. Acaso por eso no le había sido difícil manejar la vida enrevesada, porque con su madre se entendía tan bien. La niña disfrutaba con los bordados y los quehaceres de casa, los amasados del alba, las tortas fritas con mate en las orillas del fogón. Su papá hacía casas y su mamá era sensitiva costurera, especie de modista que se animaba a armar vestiduras a la gente. Y las mujeres la buscaban para eso.
Llegó cabalgando en ancas de una tía porque le gustaba andar a caballo y según ella era la única gracia que trajo al mundo cuando niña y a medida que fue creciendo, repitió lo que su madre le enseñaba, primero los simples bordados y luego los miriñaques, los peleros, los ponchos, las pierneras. Todo le quedaba perfecto, bien terminado y su trabajo era confiable.
Las primeras revelaciones
Abelina me confesó todo al oído esa mañana que la fui a ver al valle. Estaba lloviendo y la vi de lejos arreando cuatro vacas junto a unos perros lanudos.
—No fui a la escuela ni por broma, no ve que la instrucción la hacía en casa con el silabario del ojo y el hispanoamericano que eran libros que nos mandaba mamá de Loncoche. Cuando quedó lista la primera escuela del valle comencé a ir, pero no me sentía cómoda en esos menesteres y más me tiraron los trabajos de campo que estar sentada leendo con otros al lao. Después se me vino el casamiento y ahí la vida se me puso mucho más seria.
Lluvias y pintitas de corazones en los cuadernos, pasaron a ser parte del olvido. Esa tarde entré a una casa grande de madera antigua, se notaba por los tablones arqueados y esa humedad que resquebraja los encuentros de los ángulos. Pero me llevaron derecho adentro, y como siempre en estos casos, la cocina abre los brazos confortables para los que entran y son bienvenidos. Cinco sonrisas distintas, silencios largones, manos que no aprietan, ojos que se desvían. Es cuando llegan las visitas, creo que eso no cambiará en esta tierra nuestra. La Avelina estaba dichosa, pase por aquí, traigan el mate, preparen esto que llega don Óscar con su grabadora. El del programa de los domingos. Comprometida la abuelita, siempre sonriendo con algo que le brotaba de muy adentro.
Los minuciosos oficios
Ahora, para esta Abelina todos los trabajos posibles eran para hombres y mujeres indistintamente. Tanto meterse montaña adentro para rozar, como con machete en mano derribar cañales y quilantos o con hachas cortar los palos más delgaditos. No ve que después volteaban árboles para hacer los cercados y como no había alambres había que ponerles varales atravesados y en eso nos entretenímo.
Le gustaba acercarse a un potrillito de los que estaban mamando y agarrarse de la tusita para encaramarse y salir galopandito y algunas veces regresaba con el potrillo, pero otras se quedaba en la mitad de la pampa botada. Cuando fue adolescente, nadie le ganaba en las carreras cuadreras. Fue una de las mejores jinetes, una de las más capacitadas y respetadas por los hombres.
Abelina la chiquillera
Las mujeres, cuando llegaba ese momento esperado para tener a sus hijos, buscaban a las comadronas o curiosas que se encargaban de todo. Ella misma también con el paso de los años se tuvo que convertir en matrona pues la necesidad era mucha en esos tiempos donde lo único que se hacía era tener y tener familia porque las leyes del Gobierno daban tierras por hijo parido y legitimado. Al final sumó como quinientas criaturas que trajo al mundo en todos los sectores del valle. Las familias la llamaban a los gritos desde el caballo, la buscaban urgente y montaba tal como estaba en su matungo sin dejar de galopar hasta llegar donde la parturienta.
Pero entre tanto parto y grito y entre tanto galope, a uno se le venía encima el recuerdo de los incendios de los primeros años de niñez, esos que llegaron de por allá adentro de los campos nuevos que estaban llenos de cañales, y que era por donde la gente estaba empezando a entrar para buscar donde quedarse a vivir y entonces esos tremendos vegetales se arrastraban ardiendo, caían en cualquier parte y agarraban nuevos fuegos entonces. Los fuegos duraban años y las familias de colonos exclamaban ¡Se quema la montaña por Dios y la santa virgen! Es que la quila botaba la ramita ardiendo y volaba por el aire y se iba a depositar al río y cerca de la costa donde se acumulaban, se veían montones de ramitas carbonizadas. Hoy ya no hay cañas casi y sólo se ven algunas en las costas de los arroyos.
En el sector había sólo dos casas más aparte de la de la familia, un boliche de los Sellanes que siempre era atendido por don Manuel y que desgraciadamente se murió ahogado en el sector del Balseo cuando iba manejando su auto. Y por supuesto, la escuela, que todos los días se llenaba de niños, pero eso ni le llamaba la atención a la Abelina. Le entró tirria por los colegios. Al final no me gustaba leer ná. Y menos que otros al lao la estén mirando y se rían de una.
Sus viajes y correrías
Luego se abrieron los fletes de su padre desde el Valle pasando por las estancias hasta lanzarse hasta el puerto con cargamentos de mercaderías, con un señor que tenía negocio en Balmaceda y había que ir a buscar todo y trasladarlo a la sucursal. Era un viaje de mes y medio y con la Abelina joven haciendo de bueyera, ordenando los bueyes que se escapaban de la línea y ella que no se peinaba nunca desde que salía hasta que volvía, con vestidos cortitos, sin rodilleras, sin protecciones, en medio de una lluvia inclemente. El año 23 la mamá viajó a Loncoche a buscar a un sobrino para que trabajara de bueyero y entonces por fin se les alivió el trabajo a las niñas mujeres.
Habiendo llegado este bueyero joven a encarar los trabajos más pesados, las cosas tuvieron que cambiar para las hermanas mujeres de Abelina, que dejaron de andar de bueyeras y pasaron tres años con ese muchacho quinceañero, hasta que llegó el Ufo, el mayor de los hombres, nacido el año 23.
Alrededor de esos campos había pobladores importantes como Juan Morales, que se había casado con una tía de la Abelina y vivían frente a las viejitas. También se hallaba por esos lados don Manuel Vidal, que se lo pasaba trabajando en Río Mayo, los Vidales que se ubicaban donde los Foitzick arriba y los Orellanas que tenían tantas vacas como campos y en todas partes se enredaban esas marcas ajenas con las marcas de los Orellana. En esos años no había nadie, no más que los puros pobladores, y nadie robaba, nadie asaltaba y los mismos dueños cuidaban sus animales.
La sobrevivencia
―¿Y cómo se cuidaban?¿Quién sanaba a los enfermos? Buena pregunta para la viejita que se acomoda y entrecierra los ojos para pensar mejor.
—Aquí se dependía mucho de los yuyos.
—¿Los yuyos? ¿Una hierba?
—Cualquier clase de hierba se le decía yuyos. Se dependía únicamente de los yuyos para curar las dolencias del cuerpo. Y ahora, esa yuyería, aunque muchos campesinos la siguen usando, ha quedado relegada a un segundo plano por la llegada de la modernidad.
—Es que a uno la obligan en las postas a no tomar tanto yuyo. Y le meten la idea de que hay remedios mejores.
Si alguien enfermaba con accesos de tos o fiebre alta, las señoras hierven los yuyos recogidos en los yerbales y preparan infusiones que hacen buenos efectos y recuperan a los enfermos. La Abelina, tan buena y modosa, vivió aquella época a todo lo largo, especialmente cuando se tapaban todos los caminos con las crecientes, o cuando ardían los volcanes o llegaban las nevazones cerca del metro y medio y era imposible moverse hacia un centro poblado por muchas semanas.
Se hacían fiestas comunitarias para los Juanes y las Cármenes, se carneaba para mucha gente invitada, se acarreaba vino en chivos, en cueros de chivo, se hacían mudáis de trigo con quinuas y todos quedaban borrachos por muchos días. Pero se pasaba bien, se bailaba lindo, se traía a guitarreros y acordeonistas para que vengan a alegrar las fiestas. Y también se jugaba.
—¿Y los incendios?
Un día empezó un incendio allá en Puerto Aysén y se vino a apagar como medio año después en Puerto Ibáñez. La gente escapó a las orillas del río, si todo esto parecía un solo ardienterío y los animales morían quemados, había mucho monte, mucho bosque y mucha sequía en los canales, monte seco incendio grande, mucha gente arranchada en las orillas de los ríos, con algunas pilchitas pocas salvadas del incendio. Bastaba que agarrara una orillita para que no pararan nunca más esos incendios.
La casa se ha quedado sola y somos los únicos que estamos ahí el lado de la cocina. Abelina me ha contado casi todo en poco más de media hora. Sus ojos siempre sonríen, incluso cuando me pide que las acarree al pueblo con su hermana. Encantado, les digo, se van las dos en el asiento de atrás, es más cómodo. El sol se está poniendo y como la tan romántica Lamarque, silencio en la noche, ya todo está en calma… Las palabras se apretujan y mis viejitas dulces ríen atrás convirtiendo el Datsun en una última carcajada libre que avanza a setenta por hora de regreso a la ciudad.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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