¡Juro, por Dios y por esta bandera, servir fielmente a mi patria, ya sea en mar, en tierra o en cualquier lugar, hasta rendir la vida si fuese necesario. Cumplir con mis deberes y obligaciones militares conforme a las leyes y reglamentos vigentes, obedecer con prontitud y puntualidad las órdenes de mis superiores, y poner todo empeño en ser un soldado valiente, honrado y amante de mi patria!. Así gritó a todo pulmón su juramento a la bandera Gaspar, un joven sureño soñador que pensaba que siguiendo la carrera de las armas se haría un digno ciudadano, tal como lo había hecho su padre, el hombre a quién más admiraba.
Pero era 1973 y este joven soldado, que aún no cumplía los 21 años, vivió la peor polarización que ha vivido Chile en su historia. Gaspar nunca imaginó que el respeto que la ciudadanía sentía por el Ejército se iba a quebrar después del 11 de septiembre de 1973.
Una noche, en algún lugar del norte de Chile, recibió de parte de un coronel la orden de manejar un jeep hasta una zona costera. Al llegar a una playa, en medio de la oscuridad, de sopetón ve a cinco hombres amarrados y con evidencias de golpes, rodeados de hombres vestidos de civil, pero con el pasamontaña del Ejército.
Uno de esos hombres le dio una orden tajante: —¡Embarque a esos hombres en el acto, maneje hasta el desierto y les da un tiro a cada uno!.
En segundos Gaspar recordó su juramento. “Poner mi empeño en ser un soldado valiente” y lo fue cuando defendió la República del alzamiento del coronel Roberto Souper el 29 de junio de 1973, hecho conocido como el “Tanquetazo”. “Ser un soldado honrado” repitió en su mente, ¿pero matar a hombres desarmados a sangre fría?. Siguió recordando: “Y amante de mi Patria”. Gaspar lo tuvo claro.
—¡Yo no puedo hacer lo que me ordena!.
Esa respuesta fue el comienzo de un doloroso calvario para este hombre. Nunca pensó que hacer lo correcto le iba a marcar, literalmente en su cuerpo, para toda la vida.
Gaspar, ya adulto, quiso pedir justicia acerca de su caso de tortura. Acudió a una oficina de derechos humanos en Santiago y lo recibieron sonriente y hasta le ofrecieron café con galletas.
Una amable dama le dijo: —Muéstreme sus antecedentes don Gaspar—. La dama abre la carpeta y ve el logo del Ejército de Chile en el primer documento. Le cambia la cara, lo mira por entre los espejos de sus anteojos. A esa altura la agradable sonrisa había desaparecido.
—Lo siento don Gaspar. Usted fue militar y esta oficina no ve su caso. Lo voy a derivar—, le respondió la mujer, ahora con el ceño fruncido.
A la fecha nuestro entrevistado, cuyo nombre no es Gaspar, pues aún tiene miedo de que lo identifiquen no ha recibido ningún tipo de indemnización ni del Ejército, ni del Estado de Chile, ni de ninguna institución de derechos humanos. Fue olvidado, para unos por el simple hecho de no querer apretar un gatillo, e ignorado por otros, según él, por haber usado un uniforme.
DESVINCULADO
Como ya dijimos, Gaspar es un nombre que usaremos para referirnos a nuestro entrevistado. Un hombre que nació y vive dentro de los límites de la Región de Los Ríos, pero que no desea ser identificado, pues hay personas que lo conocen y estuvieron en el Ejército con él. Tampoco daremos a conocer el lugar donde acontecieron los hechos ni el año, sólo diremos que los apremios ilegítimos que vivió nuestro entrevistado ocurrieron posterior al Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973.
Costó mucho que quisiera concedernos esta entrevista. Si bien pudo rehacer su vida, entendemos que lo que vamos a relatar fue el episodio más negro y triste que haya soportado.
Tras negarse a matar, Gaspar dijo que fue llevado a un centro de interrogación y tortura. Ahí estuvo 4 meses donde lo degradaron como persona, lo humillaron, lo rebajaron a lo peor y cuando creyó que iba a morir, lo soltaron no sin antes desvincularlo del Ejército de Chile. El soldado asegura que en su hoja de vida figura que fue separado de la institución por estafa, pero que fue obligado a firmar el documento e imprimir todas sus huellas digitales. Lamentablemente para él esos papeles lo han manchado a la hora de pedir justicia.
EL VIEJO ALCÁZAR
Gaspar se matriculó en los años setenta en la Escuela de Suboficiales del Ejército, cuyo edificio queda en Santiago, en la calle Blanco Encalada 1550, actual edificio del Museo Histórico Militar de Chile y que antiguamente era conocido coloquialmente como “El viejo alcázar”.
Era sólo un muchacho que quería imitar la vida que había llevado su padre en un conocido regimiento de la zona sur. Viajó en tren desde el sur hasta Santiago y se sumó así a su promoción con la que pronto adquirió confianza. Gaspar ya era un dragoneante.
“Desde niño tuve el acercamiento al Ejército. Desde el terremoto de 1960 los militares estuvieron prestos para cuidar y proteger porque mi padre siempre me dijo que las armas eran para defender la patria”, comentó sentado en su comedor. “Había respeto. Cuando el soldado salía de su unidad militar y veía a su instructor no había rencor”, expresó.
Gaspar recordó que los sueldos de los militares no eran buenos por eso cree que los que entraban a la vida uniformada lo hacían “por vocación”. Añadió también que él como estudiante en la Escuela de Suboficiales “nunca escuchó hablar de política” o “de que había que salir a matar a alguien”.
EL TANQUETAZO
El 29 de junio de 1973 se produjo un quiebre al interior del Ejército cuando el teniente coronel Roberto Souper lideró un alzamiento militar. El oficial salió del Regimiento Blindado N° 2 con una columna de dieciséis vehículos armados, incluyendo tanques M41 Walker Bulldog, y más de ochenta soldados.
Los tanques cercaron el Palacio de La Moneda y el edificio del Ministerio de Defensa, apenas separados por la Plaza Bulnes.
La Escuela de Suboficiales recibió la orden de defender al presidente Salvador Allende y se puso bajo las órdenes del comandante en jefe del Ejército general Carlos Prats y de su subalterno el general Augusto Pinochet.
Gaspar recordó: “avanzamos hacia La Alameda, los tanques abrieron fuego con la ametralladora punto 50. Vi militares heridos, algunos muertos. El general Prats con pistola en mano le pidió la rendición a los blindados, acompañado del general Pinochet. El general Prats iba con su capote plomo y su gorra y el general Pinochet iba con casco, parka americana y una carabina y al frente, ambos poniendo el pecho, con los huevos bien puestos”.
Añadió que los dragoneantes tuvieron la misión de llevar presos a los militares alzados, “algunos con heridas penetrantes”. Gaspar comentó que la ametralladora punto 50 era un arma con gran poder de fuego y explicó que “tiene una bala gigante, muy potente. Vi el dolor y los gritos y los heridos se fueron a la Escuela de Suboficiales… Cuando los tanques abrieron fuego nos tirábamos a la estación del Metro porque era muy difícil hacerle frente con un fusil a un tanque de 20 mil kilos… Yo era jovencito, se sintió la adrenalina porque no era jugar a los covoys (cowboys) era algo real”.
Tras detener el Tanquetazo el presidente Allende felicitó la fidelidad del Ejército. “Por la tarde el presidente Allende dijo ¡me siento orgulloso de los generales Prats y Pinochet! Eso está documentado”, puntualizó el ex dragoneante.
Después de eso, Gaspar recuerda que él y sus compañeros nunca más hablaron o intercambiaron opiniones de lo que significó para el Ejército intercambiar disparos entre compañeros de armas.
“Ahora veo que lo que hicimos ese día era lo que había que hacer: defender a un presidente democráticamente elegido”, reflexionó.
EL GOLPE
Dos meses y medio después a Gaspar y sus compañeros de la Escuela de Suboficiales les tocó estar en el otro lado, de los que derrocaron a Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973.
El dragoneante sureño recordó que el día 10 de septiembre la escuela se estaba preparando para la parada militar. Pero para el día 11 los dragoneantes pasaron al rancho y vieron que en el patio estaba dispuesto el armamento y se les dijo que se pusieran el casco de acero. También les dijeron “hay que salir a recuperar Chile” y agregó que “yo en la escuela escuché disparos de pistola de 9 milímetros, tal vez más de alguno que no quiso acatar las órdenes. Alguien tiene que haber caído. Vi pasar los helicópteros en el aire y la escuela salió a pie desde Blanco Encalada hacia La Moneda”.
Gaspar siguió las órdenes, pero se encontró con un panorama perturbador. “Sentí sirenas y los estruendos. Yo era joven, no estaba preparado para ver un cambio tremendo. Íbamos avanzando por las calles y de los edificios nos abrían fuego. Estaba el GAP, no eran un ejército, pero tenían armamento, tenían ametralladoras y mataron a militares. Estaba viviendo el cambio de la historia y no dimensioné lo que a futuro iba a venir, un dragoneante es el último eslabón. Fue fuerte. Era un infierno de bocinas, las explosiones, los balazos, los gritos, fue una tensión tremenda”.
Posterior a los hechos de 1973, Gaspar siguió con su vida de soldado y egresó con distinción de la Escuela de Suboficiales y posteriormente recibió su destinación, una unidad del norte de Chile. Pasaron algunos años y se especializó en mecánica, recibió el grado de Cabo 2° y cuando parecía que esa vida era la que iba a definir su camino ocurrió su tragedia, cuando se negó a ejecutar a cinco hombres en el desierto.
El joven militar vivió apremios ilegítimos con el objetivo de quebrarlo y, a diferencia de otros, sobrevivió para contar la dolorosa experiencia y que, aunque no lo reconozca, aún lo persigue en los recuerdos que le incomoda compartir. Mañana entérese del final de su historia cuando desobedece la orden de asesinar a un grupo de detenidos.
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