El 7 de mayo de 1995 llovió como nunca en Ensenada, un poblado rural al oriente del lago Llanquihue, a 46 kilómetros de Puerto Varas.
Sólo ese día se registraron más de 190 milímetros de agua caída y se reportaron inundaciones en diferentes sectores de la provincia.
“Era una lluvia fina cargante que no te dejaba ver“, recuerda Ludwig Codjambassis, el único sobreviviente de la más grande tragedia humana que se haya registrado en la ruta tras el colapso del terraplén de una alcantarilla en el estero Minte.
Fueron 27 las personas que perdieron la vida aquella noche, todos de una manera especialmente cruel. Más de la mitad de las víctimas eran niños. El Minte se transformó en un infierno en esa ocasión.
Hoy, con 58 años y reconciliado con los oscuros recuerdos de la pesadilla que vivió cuando el camino desapareció y se llevó tantas vidas, Ludwig valora todas las decisiones que tomó aquella noche y su instinto de supervivencia que lo llevaron a escalar 18 metros entre arena y arbustos espinosos para frenar la caída de decenas de vehículos que hubiesen corrido la misma suerte.
“La tragedia estaba avisada”, cuestiona Ludwig, a quien todos siguen llamando “El sobreviviente”.
De origen grecofrancés, Ludwig llegó a vivir al sur junto a su familia cuando solo tenía seis años. Como muchos capitalinos, amaba el mar y rápidamente se enamoró de los parajes que le ofrecía la Región de Los Lagos. Al conocer el océano, supo que nunca se iría de estas tierras.
Formó una familia y crio a sus hijos en la tranquilidad de estos amados parajes.
Comenta a Grupo DiarioSur que desde muy joven emprendió en diversos rubros ligados al deporte aventura, llegando a ser un experimentado guía de rafting y senderismo.
Ser voluntario de Bomberos en Ensenada fue otra de las aventuras que llenó su vida y que le permitieron servir a su comunidad.
Hoy ya no practica deporte aventura como antes, debido a una lesión en una pierna que le impide dedicarse tanto como él quisiera, pero recuerda cómo fueron sus mejores años recorriendo ríos y montañas, ya sea por diversión, trabajo o rescatando a infortunados senderistas.
Se muestra ansioso por el reciente lanzamiento de un libro que plasma sus peores recuerdos en la tragedia del Minte. Se toma un segundo para reflexionar y lanza: “Es que no hacer bien la pega es un acto criminal”.
De esta manera comienza su relato de lo que ha calificado como “un infierno”, en una entrevista exclusiva con nuestro medio.
Muy espiritual, reflexivo y analítico, insiste en que un error humano permitió que esta tragedia ocurriera.
“Cuatro años antes, en la misma recta hacia Puerto Varas se cayó la alcantarilla del siguiente zanjón, donde terminaba el fundo Stocker. Nadie cayó porque una persona que pasaba por ahí se dio cuenta”, recuerda.
“La solución fue pintar la línea blanca más adentro”, menciona mientras mueve la cabeza en señal de repudio.
“Se hizo un puente mecano. Estuvimos aislados, pero no murió nadie. Entonces, todo siguió igual”, continúa.
Menciona que en Petrohué los deslaves ocasionaban accidentes graves y en varias ocasiones tuvo que rescatar autos que quedaban atrapados o sufrían accidentes.
“Una vez me tocó sacar a una mujer muy herida, con cortes en la cara. Entonces, ahí uno se da cuenta de lo criminal que es no hacer bien la pega”, insiste.
En este sentido, agrega que se enviaron oficios a las autoridades advirtiendo el mal estado de la ruta, y que de no limpiarse la alcantarilla, esta podía colapsar y provocar una situación de emergencia, aunque nunca imaginó que el camino desaparecería frente a él.
El 6 de mayo, un día antes de la tragedia, Ludwig compartió con empresarios de turismo el cierre de la temporada. Fue un día tan lluvioso que las pampas estaban inundadas y en algunas zonas las casas comenzaban a inundarse. ”Se te hundían los zapatos en el agua”, recuerda.
Pese a la lluvia, viajó junto a su cuñado a Osorno, porque quería asistir a un esperado seminario de sanación que iban a impartir unos franceses el 8 de mayo en la ciudad.
Llegó a la casa de su hermana en Osorno, pero una vez allí, su familia asustada por el temporal, le imploró que regresara.
“Era súper arriesgado moverse en esas condiciones, porque a cada rato el tiempo estaba más complicado y además, oscurecía temprano, lo que era peor para manejar. Uno se imagina altiro esa neblina con arenilla que vuela por la carretera, o que cierran las carreteras por las inundaciones. Entonces, me parecía cada vez más tonto manejar así”, revela Codjambassis.
No quería viajar, dice que tenía un mal presentimiento y se negaba a conducir bajo ese aguacero, pero ante la insistencia y temor de su familia, tomó prestado el auto de su hermana y emprendió el viaje de regreso a Ensenada, ya caída la noche.
Se dio ánimo y pensó que con algo de música calmaría la desagradable sensación que lo invadía y que casi le impedía respirar. “Todo el camino a Puerto Varas fue un desagrado, hasta el punto que me puse a rezar con un rosario sin cruz que era como de nácar, pero tenía rota la cruz”, rememora.
Agrega que durante el trayecto mantuvo un diálogo interno, porque presentía que algo feo podía pasar. La gran cantidad de agua caída lo obligaba a recordar la tragedia anterior cuando la carretera se rompió y falleció una pareja de franceses que cayó a un hoyo y sufrió un accidente.
“Recuerdo claramente que le dije a mi hermana que algo malo iba a pasar. Era como si tuviera un león rugiendo en la oreja”, confiesa Ludwig.
Se propuso no sobrepasar los 70 kilómetros por hora de velocidad y se quedaba detrás de cada camión que encontraba en el camino, porque la incesante lluvia lo acompañó durante todo el viaje.
Ya en Puerto Varas se reunió con su amigo Javier Montes, quien había estado momentos antes en Ensenada. Él esperaba que le cuente en qué estado se encontraba el camino de regreso a su casa.
Javier le dijo que el agua se empozaba en algunas partes de la ruta. “Los informes técnicos dicen que el agua nunca pasó por arriba de la carretera, pero yo estoy casi seguro que sí, no digo un río, pero sí había acumulación de agua porque él (Javier) me dijo que se asustó en una parte y fue ahí en el Minte”, sostiene.
Más tranquilo o resignado, retomó el último tramo del viaje, esta vez desde Puerto Varas a Ensenada. No encontró muchos vehículos en la carretera, al menos no en su misma dirección, salvo un taxi que por lo menos durante cuatro kilómetros se transformó en una molestia.
Ludwig narra que el vehículo aceleraba y se detenía de manera sorpresiva, lo que lo mantenía intranquilo. La lluvia y su promesa de no sobrepasar los 70 kilómetros por hora le impedían adelantarlo.
En una recta el taxista se alejó y lo dejó retomar sus perfectos 70 kilómetros que le daban tranquilidad. Menciona que hasta pensó que podía tratarse de alguna pareja en plan de conquista, porque para él no tenía sentido la conducción irregular de quien lo antecedía.
Para su disgusto, al asomar arriba de la cuesta del Minte, nuevamente se encontró con el misterioso taxista.
“Según yo estaba detenido con las luces de freno prendidas en la mitad de un bajo, donde no había nada y pensé que andaba perdido y se había pasado. Si no hubiese ido a 70, lo hubiese chocado”, dice Codjambassis.
Era el momento de adelantarlo y lo hizo.
Lo que Ludwig no sabía es que el conductor del taxi había logrado ver que un gran socavón había hecho desaparecer la carretera y se había salvado de caer. Incluso tuvo tiempo de bajar el vidrio para hacerle señales de advertencia con las manos.
“Lo adelanté y cuando pasaba por su lado me distrajo que estaba con medio vidrio abajo como intentando sacar los brazos y dejé de mantener la vista en la ruta por mirarlo a él, o quizás habría alcanzado a frenar”, lamenta.
“Cuando miro hacia adelante otra vez alcancé a ver el corte, pero ya no había nada que hacer. Mis luces iluminaron la pared del otro lado, era una cosa profunda. Entonces quedé así como… me di cuenta que la mitad del auto estaba en el aire y de ahí ya caía, caía, caía, caía…"
El vértigo de la caída lo hizo lanzar un grito que se fue ahogando a medida que perdía el aire. Recuerda que los escasos segundos que debe haber durado su caída se sintieron como una eternidad, y el momento del impacto, fue un alivio.
Luego relata con minuciosos detalles hasta la posición en la que quedó su auto. El techo golpeó la pared del frente y cayó de lado sobre el derrumbe. “Luego venía el agua, que era bastante quieta en ese momento, no era esa ola que describen en todas partes, eso vino después del camión”, continúa su relato.
Agrega que fue como un regalo del cielo quedar con el auto con las ruedas hacia abajo. Se deslizaba y comenzaba a hundirse, pero la posición le permitió escapar por una ventana. El tablero del Toyota quedó destruido, pero él sólo presentaba lesiones menores.
Cuando el vehículo paró su caída libre, 18 metros más abajo, le tocó poner en práctica todo lo que había aprendido por años, pero esta vez consigo mismo, y eventualmente con las demás personas que habían caído antes que él. Hasta ese momento eran dos familias las que lo antecedían, pronto serían otros cuatro vehículos, incluyendo un camión cargado con madera.
Mil ideas pasaron por su cabeza, pero rápidamente trató de ordenarlas, más cuando recordó que no portaba ni sus cuerdas ni herramientas, debido a que viajaba en el auto de su hermana, y no en su camioneta.
Cuando logró salir del auto se paró sobre el techo y divisó al taxista. Le gritó que fuera por ayuda.
Después cayó una familia que viajaba a bordo de una camioneta blanca, acababan de incorporarse a la ruta, provenientes de playa Hermosa. Les gritó que bajen del vehículo, mientras seguía intentando tomar decisiones en la más absoluta oscuridad.
“Tenía miles de ideas al mismo tiempo. Le gritaba a esa familia que baje y en eso empieza a sonar todo, era como una caja de resonancia de un vehículo pesado”. Su pasado como camionero le permitió identificar claramente que un camión de gran envergadura se aproximaba. El sonido de los fierros le afirmaba que además era muy posible que tuviera un carro.
Y no se equivocó, un convoy de camiones cargados con metros ruma se aproximaba al socavón.
“Dejé a la señora de la camioneta. Sólo les repetí que salgan del vehículo y por alguna razón que estaba en mi inconsciente me fui hacia el lado opuesto a la carretera, por el lado hacia el lago”, menciona.
En cosa de minutos logró trepar la empinada pared de chacay, una planta espinosa pero de raíces firmes que le permitieron aferrarse y no caer. La única luz que divisaba era un pequeño destello amarillo, probablemente una luz trasera de su vehículo que luego desapareció. La oscuridad fue total.
“Se me terminó el tiempo y llegó el camión, lo sentí encima. Entonces me tiré rodando hacia abajo otra vez, pero ganando terreno hacia el lago para salir de la línea de caída, porque lo sentí encima y cuando iba rodando lo veo arriba que se clava como una flecha. Pasaron muchas otras cosas que yo no vi, pero sí vi que el camión quedó atascado ahí”, recuerda con escalofríos.
“¿Qué tengo que hacer ahora, qué tengo que hacer ahora?”, era lo que seguía repitiendo en su cabeza, pese a la impresión de ver semejante mole precipitarse a tanta velocidad.
Dejó a muchos atrás, pero no había forma de salvarlos. Logró salir de ese espacio oscuro que considera era el mismo infierno.
“Era como ver al mismísimo ahí sentado y cagado de la risa, con una maldad absoluta. Realmente sentí la presencia del mal en ese lugar. Llantos de niños, personas que pedían ayuda y al otro día encontrarte con esa escena, era todo muy cruel, con formas de morir muy crueles y con una gran cantidad de niños y sus cuerpecitos…”, recuerda aún con pena.
La lluvia siguió cayendo de manera incesante mientras él escalaba por segunda vez la pared. Lo único que pensaba era llegar a la cima y detener la caída de más vehículos.
Cuando logró salir por el lado de Ensenada, casi sin respiración, cayó de rodillas sobre el pavimento, completamente exhausto, pero el ruido de un segundo camión lo puso nuevamente de pie.
“Iba con un bolso y me atravesé en el camino del camión. Empecé a enarbolar mi bolso y trataba de correr hacia él para evitar que siga avanzando, pero recuerdo que se me doblaban las canillas y el camión no se detenía nunca”, recuerda.
Finalmente logró detener al conductor y le gritó que había un tremendo socavón y que tenía que atravesar su camión en la ruta para evitar que otros vehículos pasen, pero el conductor quedó en shock al enterarse que su compañero había caído minutos antes.
La pesadilla estaba lejos de terminar, ahora se enfrentaba a otra situación, frenar el paso de vehículos y evitar más muertes, pero la tarea se tornó titánica.
Recuerda al conductor del camión tendido en el suelo llorando, mientras él le gritaba desesperado que atraviese el camión en la pista. “Sólo quería que pare esto, que lo controlen”, dice.
Otro vehículo apareció detrás del camión y lo adelantó. Nuevamente tuvo que correr enarbolando su bolso para frenarlo. “Me dio la impresión incluso de que aceleró. Después me confirmó que sí aceleró, o sea, iba a una velocidad prudente. Pensó que yo era un loco y trató de darme un susto, pero se acercó tanto que pese a que frenó, me empujó la pierna”.
Aún así se puso de pie y continuó gritando al conductor que no podía seguir o caería al socavón.
Su insistencia desmedida logró frenar a ese conductor que más tarde entendió que ese extraño, Ludwig, le había salvado la vida a él y a su familia.
Y así se fueron sumando más y más vehículos que frenaron su marcha y formaron una fila detrás del camión y de ese primer automóvil que finalmente acató los ruegos de Codjambassis.
La cabina del camión que se precipitó al Minte quedó al nivel de la carretera, pero los trozos que transportaba cayeron sobre el otro lado de la carretera, por lo que quienes transitaban desde Puerto Varas, al menos tenían esa señal de advertencia. Ludwig cree haber sido el único que cayó en esa dirección, los demás provenían desde Ensenada.
Trabajadores de fundos cercanos que se enteraron de la situación, también fueron en ayuda e intentaron salvar vidas accediendo por el río, pero todo fue infructuoso.
El peso del camión terminó provocando una gran ola que arrasó con casi todo a su paso, entre ellos vehículos y las vidas de quienes regresaban a sus casas aquella noche.
Con luz de día, Ludwig pudo dimensionar la gran tragedia que dejó el rebalse del terraplén y sufría al pensar en esas voces de auxilio que escuchó de aquellas familias. Por largo tiempo pensó si era el héroe que todos nombraban o en realidad era un cobarde por haber salvado su propia vida.
“Quien quiera salvar su propia vida la perderá, pero quien la pierde por mí la salvará”, recita Codjambassis antes de narrar la gran reflexión que obtiene de esta tragedia.
Su primer instinto fue quedarse ahí y rescatar a las ocupantes de los vehículos, pero no contaba con los implementos necesarios, y comprendió que lo que en realidad debía hacer era evitar que más y más personas cayeran a ese gran abismo.
“Yo pensé en parar el tránsito pensando en los demás y por eso escalé esa pared. Si me hubiese quedado tres minutos más ahí, tratando de salir por el río o de salvar mi propia vida, probablemente estaría muerto”, confiesa.
Esa noche regresó a su casa y no le contó a nadie lo que acababa de sufrir, estaba en shock. Al día siguiente se puso a disposición para colaborar y fue ahí que todos se enteraron que era el único sobreviviente de aquella fatídica noche.
La prensa lo asedió por largas semanas y donde iba lo reconocían como “el sobreviviente”, término con el que ya se reconcilió y que acepta y entiende.
"Me llamaron muchas veces periodistas intentando entrevistarme, como para ver si yo había quedado cagado de la cabeza”, dice.
Codjambassis añade que nadie imagina que la cifra de muertos pudo ser muy superior en el Minte. “El zanjón se iba a llenar, o sea, iban a seguir cayendo hasta que se vieran los autos asomar arriba. Entonces, claro, no era fácil imaginarse tal barbaridad, pero todas las barbaridades que nos pasan en Chile es como quién se lo iba a imaginar”, ironiza.
Relata que esa sensación de injusticia lo llevó a ser parte activa de la demanda que las víctimas entablaron contra el Estado de Chile, por negligencia en la mantención de la ruta.
El Estado, no asumió las responsabilidades, pero en mayo de 1999, la titular del Primer Juzgado del Crimen de Puerto Montt, Maria Eugenia Concha, los responsabilizó por la tragedia y ordenó al fisco pagar 3 mil 600 millones de pesos a las familias de las víctimas.
No obstante, el Consejo de Defensa del Estado, tras años de litigios, llegó a un acuerdo extrajudicial con los demandantes por un monto cercano a los 1.200 millones de pesos, un tercio de lo que había determinado la justicia.
Ludwig cree que no hubo justicia y los errores lejos de terminar, se siguen cometiendo y a mayor escala. Hoy, a punto de cumplir los 28 años que considera extra de su vida, dice haberse rendido en esta lucha. Se cansó de pelear con el sistema y prefiere creer que vendrán otros que sigan el camino que él algún día inició.
Al cierre agrega que: “Se normaliza una forma de trabajar y eso me hace sentir frustración porque los demás no entienden lo que significa no hacer bien las cosas y eso se nota a todo nivel.
Por un tiempo estuve dispuesto a pelear, pero ya no puedo y es un poco decir me rindo, que haga lo que pueda el siguiente que venga”.
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