Columnista Frederic Smith comparte el propósito de su análisis. "Considerando que llevo tanto tiempo anulando votos, es ver si logro dignificar algo esa preferencia, que posiblemente no sea tan rara este domingo", explica.
El historiador Gabriel Salazar, más que enfocar su trabajo en lo que él mismo denomina el “bajo pueblo”, lo ha convertido en el fundamento de todo su análisis. Su aporte está marcado por lo que él mismo llamaba reveladoramente, en una entrevista del 17 de noviembre de 2022, su vocación de historiador social, es decir “alguien que se mueve normalmente en procesos de larga duración, procesos profundos que son los que realmente van cambiando la dirección de las cosas o repentinamente trastornando las estructuras, procesos que son más determinantes y que tienen la cualidad de que no se sienten, no se ven, ni se huelen, pero van alterando las cosas; me dedico a estudiar esos procesos desde el punto de vista de que ocurren en la masa ciudadana, en el pueblo mismo en su conjunto, y mirándolos así, tengo claro a estas alturas que el proceso constituyente ha sido el argumento central, el drama central de la historia de Chile -llevamos once intentos por redactar una constitución desde 1812”.
Es posible que Salazar haya subestimado por un momento la curiosidad intelectual de sus televidentes, porque no queda claro cómo podría alguien estudiar poéticamente procesos que ocurren en lo que llama la masa ciudadana o el pueblo en su conjunto pero son inaccesibles a los sentidos, logrando sin embargo establecer su duración y profundidad, y la relación de causalidad o determinación que mantienen con las cosas y las estructuras.
Huelga decir que Salazar considera que esos once intentos constituyen otros tantos fracasos, “algo típico de un país de origen colonial, organizado como república y, por lo tanto, obligado a darse una constitución política democráticamente construida y legítimamente impuesta. Yo los miro en su conjunto y me doy cuenta de que en ninguno de ellos la ciudadanía ha participado soberanamente, es decir, reunida en una asamblea libre en que se haya expresado una voluntad colectiva”.
No obstante lo categórico de este juicio, también es importante señalar como antecedente que el profesor Salazar, convertido en 2005 en un paladín del pipiolismo y de su caudillo, el general Ramón Freire (1787-1851), declaraba en el prefacio de su Construcción de Estado en Chile (1800-1837) haber descubierto la importancia de su figura “tras una investigación exploratoria centrada en su personalidad y trayectoria, convertida pronto en una investigación formal y, luego, en un compromiso personal y político.” Freire se enmarcaría, según él, “en una centenaria tradición, que, ahora, podemos denominar democracia de los pueblos.” Los “pueblos” a que se refiere Salazar eran las 28 “cabeceras de partido”, que fueron notificadas en 1810 por la Junta de Gobierno de Santiago para que la reconocieran como gobierno legítimo en ausencia del Rey. Ello explica el interés especial de Salazar por las llamadas Leyes Federales de 1827, las cuales nunca llegaron a convertirse formalmente en una constitución, y que se caracterizaron por consagrar la división del país en ocho provincias, cada una de las cuales tendría un poder ejecutivo, (Intendente), un poder legislativo, (Asamblea Provincial), e incluso un poder judicial propios, regidos por sus constituciones respectivas, concordantes con la Constitución General. Además, se dictó leyes sobre elección popular de los intendentes, de los gobernadores, de los párrocos y de los cabildos, entre otras.
Es inevitable, por lo mismo, el entusiasmo de Salazar por varios preceptos de la llamada constitución de 1828, a la que considera “una formulación perfeccionada del proyecto de constitución federal esbozado en 1826 por la Comisión Constitucional del Congreso”. Sin embargo, dichos preceptos, aun siendo muy liberales, no habrían alcanzado a ser contundentemente democráticos, y de ahí su convicción de que el fracaso abrupto de la constitución de 1828 no fue el resultado de su origen ni de su contenido, sino de acciones “contrarrevolucionarias” de las oligarquías políticas y comerciales del centralismo, apoyadas por el Ejército del Sur.
Obviamente, el profesor Salazar no ha querido ni podido llamar “proletariado” al bajo pueblo, atendido que dicho término tiene su origen en la antigüedad, referido a aquella clase compuesta por quienes, no teniendo propiedad alguna, no podían pagar impuestos ni arriendos, por lo que sólo podían aportar el trabajo de sus descendientes, y vivir a costa de él. Demasiado oprobioso. Pero el advenimiento del capitalismo con el triunfo de la burguesía, había pavimentado el camino para el proletariado industrial, reemplazando el aislamiento de los obreros por una organización revolucionaria, debida a la asociación.
El Manifiesto del Partido Comunista de 1848 proclamaba que la burguesía crea a sus propios sepultureros: “Las clases medias bajas, los pequeños fabricantes, el artesano, el campesino, todos ellos luchan contra la burguesía, para salvar de la extinción su existencia como fracciones de la clase media… son reaccionarios, porque tratan de hacer retroceder la rueda de la historia.”
Pero, si bien el constitucionalismo no es una ideología como quisiera Salazar, es en sí mismo, una doctrina. Para el pensamiento liberal ella consiste en que debe existir un cuerpo de principios acerca de la forma como debe organizarse el Estado en poderes e instituciones, el ejercicio de su autoridad sobre los diversos grupos e individuos que lo componen, y la mantención de equilibrios que impidan cualquier arbitrariedad o abuso. Una constitución es el conjunto de todas aquellas normas que determinan el ejercicio de la autoridad, en particular sus órganos, los propósitos y atribuciones de los mismos, su separación y/o equilibrio, declarando los límites absolutos de su actuación, en término de una definición de la persona humana y, por ende, de la sociedad que se desea. Pareciera que la actitud constitucionalista es un corolario más amplio, de la cual esa porfía que constata Salazar es una especie, una versión frecuentemente extrema.
Puede advertirse lo ambicioso de cualquier intento de definir una constitución. Seguramente no es posible hallar una que sea más precisa ni mucho menos verdaderamente acabada o indiscutible. La historia universal de las constituciones, no todas exitosas, es tan rica como diversa.
En la gran mayoría de los casos, las constituciones han llegado a estar contenidas en un solo documento, que podemos figurarnos en la cúspide de una pirámide, bajo la cual deben ordenarse todas las leyes, los decretos, en algunos casos los tratados internacionales, los contratos permitidos entre personas naturales y o jurídicas, hasta culminar en las sentencias que ponen fin a los diferencias entre los personas o entre la autoridad y las personas, o que aplican penas a las conductas prohibidas o a la omisión de aquellas ordenadas. Incluso en el proceso de creación o reforma general constitucional a punto de terminar entre nosotros, se ha recurrido con frecuencia a textos de los Federalist Papers, sin advertir que sólo son textos doctrinarios muy pragmáticos en defensa de una constitución verdaderamente federal, pero con un gobierno central fuerte, y en contra de los Artículos de Confederación, que fueron preferidos inicialmente por los estados de Norteamérica, por cuanto les reservaban todas sus libertades y privilegios fundacionales.
SIETE ARTÍCULOS
La Constitución norteamericana comienza con un brevísimo preámbulo, y remata con apenas siete artículos y veintisiete enmiendas. Las primeras diez enmiendas constituyen la Declaración de Derechos, aprobada en 1789, y la vigésimo séptima, aprobada en 1992, solo corrigió una omisión cometida en el documento original, y limitó la oportunidad de la variación de las compensaciones por los servicios de los miembros de la Cámara de Representantes y el Senado.
En el actual proceso reformador chileno, se ha llegado a utilizar la descabellada analogía “nuestra Magna Carta” para referirse a su hipotético resultado, en circunstancias que ella consistió en una serie de acuerdos iniciados en 1215 en Inglaterra, que estableció que los barones del reino y, a la larga, el pueblo, no podían estar sometidos a la voluntad omnímoda del rey, sino que todos debían estar sujetos al imperio de la ley, especialmente en lo relativo a derechos como el ser juzgado por jurados de iguales, pero según un debido proceso y respetando la igualdad en general ante la ley. En el caso de la constitución del Reino Unido, no existe un código o estatuto único consagrado por escrito, sino que ella se encuentra dispersa en: (a) Actas del Parlamento, es decir, leyes aprobadas por ambas Cámaras del Parlamento y que han recibido el llamado Asentimiento Real; (b) Convenciones constitucionales, las cuales son comprensiones, muchas veces no escritas, acerca de cómo debiera operar el sistema en asuntos específicos; (c) El Derecho común o consuetudinario, configurado por decisiones judiciales que identifican y declaran normas al resolver casos en conformidad con la costumbre y los precedentes; y (d) Obras de autoridad, clásicos escritos a lo largo de la historia y también recientemente por teóricos constitucionales.
En el caso de nuestro país, existe un cierto consenso técnico en que, tras la realización de diversos así llamados “ensayos” constitucionales, podemos reconocer nítidamente cuatro sucesivas constituciones: 1) La Constitución de 1828; 2) La Constitución de 1833, que conservó varias de las disposiciones de la anterior; 3) La Constitución de 1925, que se concibió explícitamente como una reforma de la anterior, llevada a cabo para los efectos de una indispensable modernización, y para asegurar que se hiciera imposible cualquier intentona de parlamentarismo y 4) La Constitución de 1980, que tuvo su origen en un régimen de facto, pero que ha recibido hasta hoy numerosas modificaciones por acción de un poder constituyente democrático. Aunque algunos de los descontentos con ella por causa de su ilegitimidad de origen han sugerido la discutible posibilidad de revalidar esa continuidad constitucional ininterrumpida hasta 1973.
En todo caso, aunque no sea posible retomar la vigencia de la Constitución de 1925, ni tampoco de revalidar la continuidad constitucional ininterrumpida en Chile desde los primeros proyectos republicanos hasta 1973, es evidente al menos que dicha constitución es la generadora más importante de la institucionalidad rota en 1973, como se recuerda y elabora en 1925 Continuidad republicana y legitimidad constitucional, de Arturo Fontaine y otros (2018). En un ensayo antologado en dicho libro, el sociólogo Aldo Mascareño concluye provocativamente: “(En la desigualdad) se sostiene la pretensión actual de un rol más relevante del Estado en términos no solo de formas más eficientes de supervisión y regulación de la actividad privada, sino también en términos de bienestar. El núcleo de la Constitución de 1925 está puesto (precisamente) en una idea de bienestar (…) que la historia política de Chile no ha podido mejorar.”
Probablemente nunca podrá llegarse un acuerdo sobre las razones o los responsables del rechazo del Proyecto de 2020-2022. Tampoco acerca de quienes tienen derecho a llamarse ganadores y quienes están obligados a sentirse perdedores en el plebiscito. Lo que no tiene dos lecturas es el hecho de que la distancia entre las preferencias resultó tan abrumadora, que solo se explica por la concurrencia de una cantidad de nuevos o renovados votantes, cuya inclinación por el rechazo se atribuye a las motivaciones más dispares. Ignorancia, aversión al cambio, oposición al gobierno, repudio por el ambiente de la Convención, inseguridad, temor, desagrado, desilusión, individualismo, y otras, según la perspectiva que se adopte. Algunas de esas motivaciones ya se habían vinculado a la frustración del proceso que condujo al Proyecto de reforma constitucional ingresado el 6 de marzo de 2018 al Senado por la Presidenta Bachelet, y que fue firmado también por sus ministros del Interior y Seguridad Pública Mario Fernández, de Hacienda Nicolás Eyzaguirre, Secretario General de la Presidencia Gabriel de la Fuente y Secretaria General de Gobierno Paula Narváez. El rechazo, después de un breve intervalo, del proceso de 2020-2022, es equivalente a un nuevo fracaso, puesto que obligó a llevar a cabo otro intento durante el año que termina, tras un paréntesis ahora brevísimo.
¿Cómo acabará el proceso constitucional de 2023? Puede afirmarse que expectativas más o menos optimistas dominaron sus comienzos, confirmadas por la promulgación el 13 de enero de la Ley de Reforma Constitucional N° 21.533, que modificó la Constitución con el objeto de establecer un procedimiento para la elaboración y aprobación de una nueva constitución. En ella se consagraba los tres órganos que estarían a cargo de llevarlo a cabo: la Comisión Experta, el Comité Técnico de Admisibilidad y el Consejo Constitucional. Se establecía que el proceso se regiría por un reglamento elaborado por las Secretarías del Senado y de la Cámara de Diputados, que debería ser aprobado por cada Cámara.
El Consejo Constitucional quedaría constituido por 50 miembros elegidos por votación popular el 7 de mayo según las normas vigentes para la elección de senadores, entre las cuales se destacaban las relativas a la composición de las listas, orden de precedencia secuencial de los candidatos con alternancia sucesiva mujer-hombre, en listas pares, y varias otras que propendieran a la representación paritaria final. También se contemplaron normas especiales para asegurar la representación formal de pueblos indígenas.
La Comisión Experta debía proponer al Consejo Constitucional un anteproyecto de propuesta de nueva Constitución, y realizar otras funciones. Su integración será paritaria. estaría compuesta por 24 comisionados, 12 elegidos por el Senado y 12 por la Cámara de Diputados, en ambos casos en proporción a las fuerzas políticas y partidos representados actualmente, y por acuerdo de los 4/7 de sus miembros, debiendo elegirse el mismo número de hombres y mujeres. Se establecía como requisito para todos ellos que contaran con un título universitario o grado académico de, a lo menos, ocho semestres de duración y que acreditaran una experiencia profesional, técnica y/o académica no inferior a diez años, sea en el sector público o privado. Es decir, no se exigía que fueran constitucionalistas.
El Comité Técnico de Admisibilidad, sería un órgano de integración paritaria compuesto por 14 personas, encargado de resolver los requerimientos que se interpusieran contra aquellas propuestas de normas aprobadas por la Comisión o por el plenario del Consejo Constitucional, o por la Comisión Experta, que contravinieran las doce bases institucionales y fundamentales aprobadas en el Acuerdo por Chile del 12 de diciembre de 2022 y consagradas en el artículo 154 de la misma Ley. Para ser miembro se requirió tener el título de abogado, con al menos 12 años de experiencia en el sector público o privado y acreditar una destacada trayectoria judicial, profesional y/o académica. Los integrantes de este Comité Técnico serían propuestos, en una sola nómina, por la Cámara de Diputados, la que debería ser aprobada por los cuatro séptimos de sus miembros en ejercicio. Dicha nómina, posteriormente, debería ser ratificada por el Senado, por el mismo quórum.
Se estableció, finalmente, que en el plebiscito que se celebrará el 17 de diciembre, el electorado dispondrá de una cédula electoral que contendrá la siguiente pregunta, "¿Está usted a favor o en contra del texto de Nueva Constitución?". Bajo la cuestión planteada habrá dos rayas horizontales, una al lado de la otra. La primera de ellas, tendrá en su parte inferior la expresión "A favor", y la segunda, la expresión "En contra", a fin de que el elector pueda marcar su preferencia sobre una de las alternativas.
No puede caber duda de que el proceso ha sido razonablemente concebido en términos del Acuerdo por Chile, y por lo mismo es indiscutible que los actores políticos no supieron encontrar la manera de generar acuerdos realmente amplios, o no quisieron pagar los costos de hacerlo. El resultado ha quedado repleto de paradojas. Obviedades como “una que nos una” y otras parecidas, demostraron ser imposibles en los hechos.
¿Quién ganará entonces este plebiscito, en un escenario en que todo el mundo político aparecerá celebrando? Si obtiene más preferencias, ganará el texto aprobado por el Consejo Constitucional. Si este obtiene menos preferencias, ganará el texto de la Constitución actual. En el primer caso, el premio es la entrada en vigencia. En el segundo caso, el premio es seguir vigente. Pero ello no hace más fácil decidir el voto, puesto que ambos resultados obligan a sopesar sus consecuencias. Por una parte, al menos desde un punto de vista cuantitativo, la implementación del texto propuesto requeriría formalmente el estudio y aprobación de un gran número de normas legislativas y reglamentarias, mientras que mantener el texto actual probablemente conduciría a sus circunstanciales partidarios a introducir cuanto antes numerosos proyectos de reformas al mismo. Por otra parte, tras cualquiera de los dos resultados se volverían a hacer sentir entre los partidarios desavenencias amortiguadas durante las campañas. Pero seguirá siendo un deber abordar constructivamente las derivaciones del resultado. Y seguir reformando. Aunque sea paso a paso.
Los votos nulos son una gran incógnita. En primer lugar, los hay involuntarios o por error y voluntarios o por convicción. Pero es muy difícil distinguirlos. De hecho, habría que examinar con mucha detención cada voto para estar seguro sobre qué pensaba el votante al emitirlo, o si pensaba realmente en algo, salvo que hubiera expresado en la papeleta una opinión muy clara por escrito. Pero ella no puede conocerse en forma fidedigna sin que el votante viole la ley. Aun así, la doctrina electoral generalmente condena el voto nulo, salvo allí donde el voto es obligatorio y la abstención está penada. En general, su única ventaja es la de ser contado, sin tener por qué lograr una mayoría. Porque si son muchos, puede considerárselos una reprobación del resultado del proceso o de su tono y una esperanza de que no se repitan. Forzoso es confesar que parece una manera correcta de no aceptar responsabilidad por el producto, lo que puede tornar más provocativa cualquier futura discusión sobre los problemas que de todas maneras seguirán pendientes.
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