Por Víctor Pineda R.
El último día de agosto, recibí un whatsapp, palabrita que no me gusta mucho porque ya deberíamos estar hablando de guasap, mucho más hispanizada, para hacer algo de contrapeso a la inmensa batería de términos gringos que nos han caído como caballo de batalla de la invasión tecnológica de las últimas décadas.
Bueno, para no desviarme del tema y dejar para otra ocasión el análisis de los anglicismos de último modelo, les cuento que en ese guasap venía una voz terrorífica que me instaba a aguantar, resistir y a pasar agosto. Como música de fondo se incluía el tema incidental de la recordada (por nosotros, los mayorcitos) teleserie británica “Sombras tenebrosas”.
Esa serial fue todo un fenómeno en el país en los años de la Unidad Popular. Narraba la atormentada existencia de un vampiro llamado Barnabás Collins, que al comienzo infundía miedo, pero que luego fue transformándose en una especie de antihéroe, atractivo para las mujeres y simpático para los hombres.
Barnabás llegaba todas las noches, con puntualidad inglesa, a las 9, y en ese mismo instante se paralizaba el país. Los que estaban preparando la revolución se tomaban un cafecito y los que estaban preparando la contrarrevolución hacían lo propio. Nadie se asomaba a las calles y solo algún partido de Colo Colo podía alterar la rutina, para desagrado de los incondicionales del vampiro.
Vuelvo al presente, para contar que el 1 de septiembre, muy temprano, me llegó, por la misma vía, un certificado felicitándome por haber cruzado el umbral y haber alcanzado a ver otro Mes de la Patria.
Llegó septiembre, el mes que durante muchos años fue el más feliz para nosotros los chilensis, hasta que pasó lo que pasó hace 49 años.
Lentamente, sin embargo, los más viejos hemos ido retomando el espíritu que sacudía a nuestros gloriosos ascendientes. Recuerdo que mi viejo era de los que celebraban el 18 con traje nuevo, y que mi vieja, también emperifollada, se esmeraba en convertir en muñecos primaverales a su parejita de criaturas.
Fueron lindos esos septiembres de mi primera infancia. Para variar, había empanadas, alfajores, mote con huesillo, cuecas (que nunca aprendía bailar, me avergüenzo), ramadas, volantines, juegos populares y todo lo habitual de la fecha. Lo que no me gustaba era que había que seguir yendo a clases, pero lo peor era recibir el anuncio de que debíamos desfilar y que teníamos que hacerlo con toda la gallardía posible para dejar muy en alto el nombre de nuestro benemérito establecimiento. Color que le ponían los profes, nomás.
Claro que lo mejor de todo era la tranquilidad en que vivíamos. La inocencia que nos rodeaba, mejor dicho. No teníamos idea de “portonazos”, encerronas, narcotráfico, carteles, Tren de Aragua. Cuando mucho, alguna pelea de curados alteraba el orden público, hasta que llegaba la “autoridás” pidiendo los “carneses”.
Volvemos a la actualidad y nos encontramos con que este septiembre viene recargado por la realización del plebiscito. Como ya está vencido el plazo para hacer propaganda, me voy a limitar a repetir mi queja contra los amigos del Servel porque con la novedad de la georreferenciación para determinar el lugar de votación de los ciudadanos, me tiraron a partir medio a medio.
Desde la elección presidencial de 1989, la ganada por Don Pato, me tocó sufragar en un céntrico liceo, al que accedía mediante una corta caminata desde la pega. Recuerden que los heroicos periodistas no podemos ni soñar con descansar en las fechas importantes, sean del tipo que sean.
Pues bien, el año pasado ya tuve la desagradable sorpresa de enterarme que mi mesa había sido trasladada con electores y todo a otro colegio, esta vez muy distante de mi zona de confort, como dicen los comentaristas de fútbol.
Cuando se anunció que para el plebiscito de septiembre se podía solicitar cambio de local, debo haber sido uno de los primeros entusiasmados con la novedad y rápidamente pedí que me consideraran.
Para mi desgracia, accedieron. Claro que a la pinta de ellos, porque me mandaron a un local que no figura ni en los mapas hechos por los adelantados de Pedro de Valdivia, y que está más cerca de la Isla de Pascua que de mi casa. Igual voy a ir a votar, porque no tengo para pagar la multa, pero la cuenta del viaje se la voy a reenviar al “experto” que me mandó a pasear por todo el día. Debe ser uno de esos santiaguinos que apenas conocen hasta San Bernardo por el sur y que creen que Punta Arenas es un barrio de Concepción.
Ojalá encuentre el local. Con eso me conformo.
Y después del 12, espero celebrar las Fiestas Patrias dentro del marco de austeridad que nos hace bien a todos, porque ya hay muchos que por culpa del precio de la carne están mirando con malos ojos al perro del vecino, y porque va a ser necesario aprender a hacer un licor casero porque hasta el vino en caja parece champaña francesa. El que tenga frutillas o maqui en el patio, que lo ponga a fermentar de inmediato.
Lo más importante, eso sí, es que pase lo que pase en el plebiscito no perdamos la cordura. El país tiene que seguir funcionando y para eso todos hacemos falta.
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