Por Víctor Pineda R.
No falta. Es un clásico de nuestra política, pero la noche del 4 estuvo más repleto que nunca.
El Carro de la Victoria está construido con buenos amortiguadores. De otra forma no podría soportar al montón de gente que se sube después de cada elección o plebiscito.
El carro también sirve para otros festejos, los deportivos, por ejemplo, pero pocas veces tiene tantos pasajeros cuando el motivo del jolgorio proviene de los recuentos del eficientísimo Servel.
El domingo se subieron algunos personajes, de relevancia nacional o local, que durante la campaña permanecieron profunda y estratégicamente debajo del colchón. Sabían muy bien que, si eran vistos apoyando la opción que finalmente se impuso, podrían tener un efecto contraproducente entre los electores. Con excepción de sus más fieles seguidores, eran muy pocos los chilenos que querían verlos al frente de la campaña.
Está claro que el sorpresivo y abrumador triunfo del Rechazo no fue obra de la gestión de los que se lucieron al frente del Carro de la Victoria, porque un 62 por ciento de respaldo solo se consigue cuando los electores provienen de diversos orígenes y estratos, no solo de unos cuantos partidos o agrupaciones.
Sin embargo, como dijo el infalible Napoleón Bonaparte, la victoria tiene muchos padres mientras que la derrota es huérfana. Eso volvió a quedar en evidencia en nuestro país, con la aparición de estos vivarachos que se adjudicaron los honores cuando en realidad no habían hecho más que permanecer escondidos, porque si la gente los veía se iba a ir para el otro lado.
Alcanzaron a celebrar, vestidos con ropajes ajenos, pero al parecer ya han vuelto al lugar que le corresponde. Si insisten en ser generales después de la batalla, la tortilla se les puede volver en contra.
La gente no es tonta, a pesar de lo que creen muchos que se mueven en la política. Entre las huestes derrotadas hemos visto a muchos sangrando por la herida, echándole la culpa a todo lo que se cruce por su camino; acusando, entre otros, a los medios de comunicación, como olvidándose de que tuvieron alternativas más que favorables y de lo que hoy pesan las redes sociales, entre las cuales la mayoría operó en su apoyo; ocupando frases de grandes pensadores que les resultan propicias, pero negándose de manera pertinaz a una impostergable y profunda autocrítica.
El otro punto que me interesa compartir en estos días previos a Fiestas Patrias es el tema del voto obligatorio en las elecciones.
El domingo 4 todo salió perfecto, se logró una cantidad récord de participantes, de más del 83 por ciento del padrón electoral, lo que es muy bueno para la democracia. Nadie puede echar la culpa de lo ocurrido a la abstención, como ocurrió en las últimas elecciones, cuando con suerte nos aproximamos a un 45 o 48 por ciento de chilenos en las urnas, porque la mayoría encontró una buena (o mala) excusa para no ir a votar. La flojera, para qué estamos con cosas, fue el gran argumento.
Es muy bueno para la democracia que vote la mayor cantidad posible de ciudadanos, porque de esa forma se legitiman los resultados. Es distinto tener una autoridad que sumó el 25 por ciento de los sufragios a contar con quien reunió un 55% o más.
Ahora, hay que concluir que no es fácil establecer per saecula saeculorum el voto obligatorio. El domingo pasado resultó fácil y rápido porque solo había dos opciones en la papeleta, más las concebidas posibilidades de dejar el voto en blanco o anularlo con un par de rayas de más.
En cambio, ¿qué vamos a hacer cuando se nos junten las elecciones presidenciales con las parlamentarias, las municipales y las de consejeros regionales? ¿Se acuerdan de las sábanas que tuvimos que enfrentar para decidir por un concejal o un consejero?
Estoy seguro de que con voto obligatorio y millones de ciudadanos tratando de acertar con su candidato o candidata el asunto se va a hacer tan lento que muchos van a preferir mandarse a cambiar a casa y esperar que le llegue la invitación al Juzgado de Policía Local.
Las colas se harían tan grandes e insoportables que el sistema entraría en crisis de inmediato y los locales de votación podrían transformarse en un saloon de western, con émulos de John Wayne y Clint Eastwood repartiendo directos al mentón a diestra y siniestra.
Habrá que buscar alternativas. Por ejemplo, hace tiempo que se ha hablado de instalar un sistema de votación digital, es decir, dejando atrás la vieja y querida papeleta para dar paso a un sistema electrónico.
Esto ofrece dos vías, votar desde la casa o bien ir a un local donde estarían dispuestos los terminales para que la gente vaya a apretar botones o a marcar íconos sobre una pantalla.
Yo lo veo difícil, por lo menos de aquí a unos cuantos años. Todavía hay muchas personas que no cuentan con un equipo y otras que no dominan el lenguaje de estos aparatos. Además, hay que superar la natural desconfianza que genera una situación así, especialmente por el temor a caer en manos de pillines capaces de votar varias veces o de hacerlo por otros.
Así que mejor nos preparamos para una larga espera, que ojalá se produzca bajo condiciones meteorológicas amables. Ya no va a bastar con una botellita individual de agua, sino que habrá que conseguir una pipa o un bidón y en lugar del sánguche de potito habrá que cargar por lo menos un pollo entero, con papas fritas y una palta bien bañada en aceite.
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