Intento entender que son buenas las intenciones de las diputadas que, preocupadas por facilitar la vida a mujeres que se encuentran en cierto tramo de la vida, hayan incorporado el término persona menstruante a fin de garantizar su derecho a una gestión menstrual libre y digna.
Concretamente, el proyecto de diez parlamentarias señala, a la letra: “el Estado de Chile reconoce que todas las personas con capacidad para menstruar, independientemente de su condición, son titulares del derecho a una gestión menstrual libre y digna”.
Esto trascendió hasta en el extranjero, y lamentablemente se malinterpretó. Medios extranjeros lo entendieron a la pinta de cada uno y una periodista argentina de televisión llegó a decir que “en Chile todos se volvieron locos, pero yo, por lo menos, voy a seguir llamándome mujer”. Desde España también exigieron una explicación, al estilo de Condorito, porque en el proyecto no se menciona la palabra mujer, pero la iniciativa enfatiza que no se refiere solo al género femenino, sino que también incluye a personas transgénero y no binarias.
A partir de una publicación en un portal católico nació la polémica, porque se entendió que se intentaba cambiar el término mujer por persona menstruante en todo ámbito de la vida nacional. Eso ya fue desmentido, pero no se puede negar que la expresión es un poco chocante, incluso para otras mujeres.
A mí, sin embargo, hay dos puntos que me llaman la atención. Primero, porque siempre he sabido que sólo menstrúan las mujeres y las hembras de otras especies, y segundo, porque no tenía idea que hay discriminación contra quienes se encuentran en el difícil período.
Todos los hombres tenemos madre, hermanas, hijas, etc., etc., y la mayoría nos emparejamos, a sabiendas de que en ciertos momentos ellas van a estar pasando por una situación que los privilegiados varones no debemos soportar, así como también vivimos exentos del duro trance del parto. Por todo eso, se me hace casi imposible creer que alguien quiera maltratar a una mujer solo por estar menstruando, aunque en la Antigüedad, entre otras barbaridades, fue frecuente. No pongo las manos al fuego por todos mis pares, porque, lamentablemente, todavía quedan algunos desquiciados que no saben enfrentar la situación, pero son los menos.
En todo caso, insisto, ya se aclaró que nadie quiere cambiar el lenguaje y las mujeres seguirán siendo nombradas mujeres. Qué bueno, porque de lo contrario comenzarían a surgir grupos como las personas eyaculantes, como contraparte de las anteriores y también exigiendo derechos especiales sin que demuestren los méritos necesarios ni para optar a un IFE.
Otro tema que nos inquieta es lo que está ocurriendo en diversos lugares del país, como el Metro de Santiago, por ejemplo.
Me dio cosa saber que un grupo de guardias del ferrocarril metropolitano fue atacado con fiereza por sujetos que intentan hacerse pasar por sacrificados comerciantes ambulantes. Duele saber que la mayoría de los atacantes sean extranjeros, porque quiere decir que estamos guateando como asilo contra la opresión y que hemos llegado a una situación parecida a la que soportaron los gringos cuando Fidel les dejó caer por toneladas a los famosos marielitos.
En una oleada multitudinaria llegaron a Miami miles de sujetos malvivientes, mezclados con unos cuantos auténticos refugiados políticos. Al poco tiempo formaron pandillas de todo orden y color, especialmente insertados en la mayor pesadilla de las últimas décadas, el tráfico de drogas.
Cuesta decir algunas cosas sin recibir el trato de xenófobo, pero sinceramente asusta comprobar que detrás de hechos como el ataque a los guardias del Metro haya sido protagonizado por personas llegadas al país supuestamente con la intención de trabajar e insertarse como un aporte a nuestra sociedad, pero que en la práctica actúan bajo los mandatos de organizaciones para nada benéficas.
Cuando veo esto recuerdo con cariños a los peruanos que llegaron hace unos cuantos años. Se les acusaba con tonterías racistas de comer las palomas de la Plaza de Armas, y a pesar de que hubo algunos casos delictuales, la gran mayoría, especialmente las mujeres, se dedicaron a trabajar y a juntar algunos pesos para enviarlos a la familia lejana.
Algo parecido ocurrió con los haitianos, que debieron esforzarse el doble para hacerse entender desde el indescriptible creole hasta el no menos complicado chileno. Todavía quedan algunos por ahí, pero un buen número se decepcionó del país y partió hacia el sueño americano. Por lo que hemos sabido, no les ha ido mejor que acá.
En las ferias es posible tocarse con los que prefirieron quedarse. Conservan la gracia caribeña, matizada por las tallas que sus colegas les dedican con entusiasmo.
Lamentablemente, las que más se notan son las personas beligerantes, quienes han logrado conservar y ampliar las malas costumbres que han marcado sus vidas desde la infancia.
¿Habrá solución para estas situaciones?
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