Comienzo estas líneas deseando una pronta y feliz recuperación a Iván Flores. No tengo militancia política y, por ende, no soy camarada suyo, pero antes que nada quienes lo conocemos estamos frente a un difícil trance para cualquier ser humano, más allá de si se trata de una autoridad o de un ciudadano de a pie.
Cuando estuve más activo en el periodismo tuve una relación cercana con el ahora senador. Lo entrevisté varias veces tanto para el diario como para las radios por las que me correspondió pasar. Siempre me despertó una muy buena impresión por la seriedad y dedicación con que enfrentaba los desafíos que fueron apareciendo en su camino, tanto profesional como político.
Flores ha tenido el mérito de hacer el recorrido completo por la siempre fangosa arena de los diversos cargos de responsabilidad pública. Fue concejal, gobernador de la antigua provincia de Valdivia, delegado presidencial para la instalación de la nueva región de Los Ríos, primer intendente de la misma, diputado, presidente de la Cámara y ahora es senador. En una de esas, si se lo propone y las aguas le resultan favorables, termina de Presidente de la República. Quién sabe.
Gran tipo, Iván. Sobre todo porque tiene un mérito que cada día parece más alejado del interés de la masa, es un caballero.
No pensaba comenzar este comentario escribiendo sobre el accidentado parlamentario, pero dos razones me llevaron al tema. Primero, obviamente, la preocupación por lo ocurrido a él y su conductor, y, luego, porque hace rato que quiero dedicar unos minutos a las redes sociales.
Fíjense, estimados amigos y amigas, que ambos elementos se me cruzaron de golpe en la cabeza.
Tras leer destalles sobre el estado de salud de Flores en un importante portal nacional, pasé a examinar las reacciones de los lectores de ese medio y me encontré con joyas como éstas: “claro, iba manejando borracho”, “el príncipe no va a hospitales del perraje”, “tápenlo con diarios” y, la peor de todas, “nunca he deseado la muerte a nadie, pero ésta es una excepción”.
Pura mala onda. Puro odio desenfrenado y enfermizo.
Esto pasa a cada rato, lamentablemente, porque las redes sociales, que pudieron ser un maravilloso instrumento de comunicación ciudadana, una invalorable alternativa a los medios tradicionales, una fuente de información activa y dinámica, han terminado por convertirse en un vertedero de los más diversos tipos de basura. Hay excepciones, desde luego, pero que están empequeñecidas por la andanada de mensajes negativos y putrefactos.
La posibilidad de escribir y subir imágenes desde el más oscuro anonimato ha sido aprovechada por gente que no tiene nada bueno que decir o por quienes hacen gala de una desfachatez pasmosa para publicar comentarios o supuestas clases magistrales de distinta índole, ya que atacan temas históricos, geográficos, de cultura general y hasta científicos sin darse el mínimo trabajo de citar una fuente medianamente confiable.
El sectarismo, con todas sus variantes, igualmente se hace sentir con fuerza. En nuestro país, por ejemplo, ya estamos todos encasillados como fascistas o marxistas, dependiendo del punto de vista del autor y sus seguidores. No se permite disentir ni optar por posiciones intermedias y eso que en la mayoría de los casos estos opinólogos no tienen ni una remota idea de lo que realmente son el fascismo y el marxismo. No les interesa.
Y no es el terreno político el único fértil para los intolerantes creadores de las temáticas de las redes. Todos los fanatismos en vigencia, que son varios, y no solamente los que se ven en los estadios, encuentran espacios para condenar a quienes sus gustos, aficiones o motivaciones.
Todos estamos expuestos al escarnio público o una funa si nos atrevemos a decir que no nos gusta tener ratones en la casa o que tenemos planeado comer una alita de pollo al almuerzo del domingo en casa de la abuela. De la misma forma, hay que ser cuidadoso antes de decir que nos gustan las películas de Clint Eastwood cuando era joven o expresar las ansias de tener un vehículo más moderno. Nos van a querer comer por machistas o consumistas, según sea el caso.
Para que todo no resulte tan amargo, vaya nuestro reconocimiento para los que utilizan las RRSS con fines constructivos y que son capaces de crear contenidos pensando en el bienestar común.
Son una minoría, pero van a salir adelante.
Por Víctor Pineda Riveros.
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