Mientras nos adecuamos a las nuevas exigencias sanitarias, como la que nos permite salir a la calle sin mascarilla, siempre y cuando se trate de un espacio abierto y sin aglomeraciones, van a juntarse varias situaciones de esas que solo aparecen en Chile.
Por ejemplo, desde que se pusieron en marcha las novedades, ha sido posible encontrar a personas sin términos medios: usan la mascarilla hasta en la cama o no se la ponen ni en los espacios claramente marcados por la obligación de hacerlo.
Lo anterior ha significado una evidente merma en sus ingresos para quienes la venta del adminículo, en las calles y algunos locales, se convirtió en un lucero de la mañana. Por consecuencia de esto, los precios cayeron. Ley de la oferta y la demanda, creo que llaman a este fenómeno.
Vimos a una vendedora callejera tratando en convencer a una potencial clienta que se había entendido mal la modificación en el Paso a Paso que permite prescindir de la mascarilla bajo las condiciones suficientemente aclaradas. Según ella, por ningún motivo se podía transitar fuera de casa sin la famosa y odiada prenda. A toda costa quería que se llevara una caja de 50 unidades en la módica suma de 4 mil pesos, es decir, el valor vigente en medio de lo más duro de la pandemia.
Desafortunadamente para la entusiasta comerciante, aparecieron transeúntes que aclararon la situación a la ingenua compradora, quien reaccionó con fiereza ante su contraparte. Casi le pegó por haber tratado de reírse de ella.
En el pequeño incidente se demostró que para mentir hay que tener cuidado.
Igualmente hay que tener cuidado, pero sobre todo mucha plata para comer pescado.
Un reportero de matinal informó que en una feria santiaguina estaban ofreciendo el kilo de lenguado a 20 mil pesos. Y los panelistas comenzaron a sacar cuentas. El pescado no lo venden por kilo sino entero y un lenguado de regular tamaño no pesa menos de tres kilos. O sea, ese ejemplar podía irse a casa de un interesado en 60 lucas y no con los tres kilos, porque antes había que cortarle la cabeza, la cola, rajarlo por la mitad, botar los intestinos y, finalmente filetearlo. Resultado, el kilo del bello pez aplastado por una aplanadora iba a terminar costando el doble.
El jueves dimos una vuelta por el epicentro del comercio de pescados y mariscos valdiviano y no vimos nada escandaloso en materia de precios. Solo el salmón se había pegado un saltito hasta las diez lucas, pero de pura carne y algo de piel. Los mariscos, para sorpresa nuestra, mostraban los mismos valores que la semana anterior.
No sabemos qué pasó a partir de la mañana de Viernes Santo, el día clave en este tira y afloja típico de esta fecha, y cuando asoma nuevamente la ley de la oferta y la demanda, para pesar de los sibaritas incondicionales de los tesoros del mar.
Es bien especial lo que ocurre en nuestro país durante Semana Santa. El dogma cristiano apunta a que en la fecha en que se conmemora la muerte de Jesús de Nazareth, sus seguidores deben hacer un pequeño sacrificio como, por ejemplo, no consumir carnes rojas. Eso no significa que sea obligatorio cambiarlas por pescados o mariscos. Si alguien no tiene plata para estos productos, puede comer unos tallarines con salsa o arroz con un huevito.
Sin embargo, son muy pocos los que aceptan este mínimo cambio de hábitos culinarios. La mayoría saca plata como si ya tuviera el quinto retiro y llega a casa con ostras, langostas, congrio, huepos, maltones, locos, erizos y cuanto bicho exquisito encuentre en su camino para darse un banquete de tres días. Bien regado con blanco de exportación, por supuesto. ¿Sacrificio cristiano? Ni por error.
Fíjese, amigo lector, que esta repentina andanada de amor por los productos marinos escasamente se refleja durante el resto del año.
Chile tiene 4.200 kilómetros de largo, pero oficialmente sus costas alcanzan a los 6.435 kilómetros. La diferencia la ponen las islas, y puchas que tenemos hartas, porque se mide todo su borde costero. Algunos expertos aseguran que si se mide bien, incluyendo islotes que ni aparecen en los mapas que no sean de la Armada, fácilmente el país podría llegar a los 10 mil kilómetros de orilla de mar.
Una enormidad, por donde se le mire. A esto hay que agregar que la Corriente de Humboldt, fría como beso de madrastra y todo, ayuda a que se desarrollen espectaculares especies que se ven aún mejor sobre un plato.
No obstante, los chilenos apenas consumimos alrededor de 15 kilos de pescados y mariscos al año. Lejos de los 25 kilos que nuestros vecinos peruanos convierten en ese manjar que es el cebiche, y ni hablar de la ventaja que nos sacan los islandeses, primeros en el mundo, con 92 kilos anuales per cápita.
¿Por qué estamos tan atrasados? Creo que hay dos razones principales, ambas económicas. La primera, ya lo imaginarán, son los precios de estos productos, aquí y en la Quebrá del Ají. Y la segunda, según conclusión propia, es que hay muchos capitalinos que viven alejados de la comida marina, especialmente por un tema de costos.
Para comer pescado hay que tener cuidado y… lucas.
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