Hace algunos días, mi esposa y yo estábamos haciendo una cola en la caja de un supermercado. Sobre nuestras cabezas había un letrero que señalaba que se trataba de un espacio especial, reservado a embarazadas, adultos mayores y discapacitados. Era una caja preferencial.
En eso aparece una señora, como de la edad nuestra, más o menos, quien se puso a protestar con un tono que le habría envidiado Mon Laferte por nuestra presencia en ese lugar. Al comienzo, “silenzio stampa”, cero pesque. Como la dama en cuestión insistió en su planteamiento y en su actitud, me acerqué a ella y le pregunté si deseaba que le mostráramos las cédulas de identidad, o los “carneses”, como dicen algunos por ahí, para sacarla de su pataleta.
Hasta allí llegó el asunto, que pudo ser enojoso, pero que al final tuvo un efecto contrario, que nos hizo reír. Qué bueno que todavía alguien nos vea más jóvenes de lo que somos.
Estos asuntos relacionados con la edad dan para mucho, desde que el primer homínido se puso a recorrer este bello y aporreado planeta. No hay testimonios irrefutables, pero las disputas entre jóvenes y mayores deben haber comenzado a poco andar.
Las guerras generacionales han sido, son y serán parte de la vida. Y no solo entre nosotros, los bípedos implumes, como nos definía Platón. También el elefantito se lleva un trompazo de papá cuando la embarra y fijo que al pasar los años es el viejo el que recibe el vuelto, porque al joven, con su memoria de elefante, jamás se le olvidó quién disparó primero.
Hoy, por fin, parece haber un poco más de preocupación por los adultos mayores. Como la mayoría de las personas son buenas -si no creyera eso ya me habría ido a tirar al río- se ha avanzado en el cuidado y respeto hacia nuestros viejos. Es cierto que hay cientos de casos de ancianos abandonados por sus descendientes, que solo esperan su muerte para rapiñar la herencia, aunque no pase de una pensión de AFP, pero he visto a muchos de mis amigos que todavía tienen sobre la Tierra a sus viejos, un privilegio que envidio, cómo los protegen y les llevan el guatero a la cama antes de acostarlos.
Un colega que me llevaba varios años de ventaja cuando yo todavía me creía ininflamable e insumergible, me dijo un día: No te creas joven ni me veas como viejo. La única diferencia entre nosotros es que yo nací antes que tú.
Leyendo por ahí encontré otra reflexión pesadota: La juventud es la única enfermedad que se cura con los años.
Nunca tanto, desde luego. Que no se crea que no me gustan los jóvenes, por mucho que escuchen reguetón, se mueran por los animé japoneses o juren que Messi es mejor que Pelé.
Tengo hijos y nietos y todos y cada uno en su estilo, me hacen reír, que es lo mejor que le puede ocurrirle a un ser humano. Por mi parte, trato de enseñarles algunas cosas que me han dejado los años, pero de ninguna forma creo que todo tiempo pasado haya sido mejor. Eso es una barbaridad, aunque la vida haya sido más sencilla, el aire haya estado más puro, los ríos más limpios y los corruptos se hayan conformado con una citroneta y no con un Audi.
Los jóvenes tienen la inmensa tarea que han tenido todas las generaciones precedentes, como hacer la vida más grata, recuperar los espacios perdidos bajo los mantos de polución, ser solidarios frente a catástrofes como la actual y no perder la capacidad de renovar las sociedades cuando se hacen terreno fértil para el abuso y la violencia. Directa o encubierta.
Los viejos son cada vez menos y no porque estén en extinción, sino porque cada vez es más larga la vida útil. ¿Le diría Ud. anciano a Clint Eastwood, que los 91 todavía saca el Colt 45 y barre con los villanos? ¿O a Harrison Ford, que con 79 vuelve a vestirse de Indiana Jones? ¿O a esa vecina de su esquina que lleva 80 años preparando la mejor cazuela que haya deambulado por las mesas de septiembre?
Todos y todas, jóvenes y mayores, necesitamos ponernos del mismo lado para que a la vida no le falte sabor ni enjundia.
Víctor Pineda Riveros
Periodista
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