Hace muchos años, en un lugar de este mundo de cuyo nombre prefiero no acordarme, tuve un singular amigo, con el que compartíamos soledades y aprendizajes.
Había bastante distancia en edad entre ambos, pero podíamos dialogar. Nos entendíamos bien porque él soportaba mi humor negro y yo me esmeraba en aceptar sus historias, generalmente cargadas de fantasías sobre supuestos encuentros con mujeres. No tenía ni por dónde ser un Adonis, pero hasta Warren Beatty habría perdido en un gallito con él.
El viejo, pelado como un huevo, era relojero, y hablo de los tiempos en que recién aparecían las joyas japonesas con pilas y capaces de indicar no solo la hora, sino hasta dar la receta del caldillo de congrio. Un día se atrevió a compartirme un secreto profesional. Mire, mi joven amigo, me dijo. La gente cree que los relojes se echan a perder casi sin remedio, pero lo único que les pasa es que están sucios. En seguida llenó una lata con bencina blanca y puso una maquinaria recién encargada porque parecía herida de muerte. Al par de minutos la sacó, la estiló y luego le dio cuerda. El aparatejo resucitó de inmediato. Vio, continuó el milagrero, ya está listo. Era pura tierra. Ahora, a cobrar. Eso era lo mejor para mí, porque era anuncio de cervezas.
En lo de la tierra seguramente estaba equivocado, porque por ahí leí que lo que más contamina el aire, los relojes y cuanto objeto permanezca dentro de un hogar, son células de piel humana, desechadas por haber cumplido su ciclo.
Reconozco que la ciencia no es mi fuerte, así que a lo mejor lo de la piel tampoco es rigurosamente cierto, pero a lo que voy tras el recuerdo de ese amigo transitorio del cual nunca más supe, y del oficio del que le daba cazuelas y maltas.
El trabajo del relojero es uno de ya venían en decadencia desde antes de la pandemia, y que parecen haber quedado sepultados por ella. Lo baleó la tecnología y el virus lo remató. Distinto es el caso de los joyeros, cuyo arte puede resistir el avance de las máquinas. Esperemos que por mucho tiempo.
Otro oficio amenazado es el de nuestros coleguitas suplementeros. Uno camina por las calles del centro de Valdivia o de las otras once comunas y da pena ver los quioscos cerrados en cuarentena y a media máquina sin ella. Cada día cierran más medios escritos por caída de ventas, tal como cada día menos niños compran caramelos, tachados de dañinos para los dientes. ¿Libros, qué es eso? Y hasta los fumadores parecen encaminarse a la extinción, aunque en su caso lo único lamentable es que dejan de aportar al casero del quiosco.
Cuento aparte es el del gremio de la peluquería y sus derivados. Tras la llegada del virus fue una tragedia. Nadie se atrevía a llegar al sillón por temor a un contagio, pero de a poco se ha ido perdiendo el miedo y con las medidas de precaución por delante reaparecieron las damas y caballeros en busca de la tintura rejuvenecedora o el corte habitual. A la hora de esconder las canas, ellas son más desinhibidas, pero los chilenos con vocación de Dorian Grey todavía lo hacen más clandestinamente. Los señores políticos son bastante afines a estas prácticas, especialmente con la tendencia del electorado, actualmente imperante, a preferir gente joven. También se recurre a las pelucas, pero generalmente el remedio es peor que la enfermedad y el resultado termina siendo grotesco.
Para complicar al gremio, la venta -especialmente on line- de máquinas peluqueras y afeitadoras cada vez más complejas, ha motivado a muchas familias a hacer el gasto una vez y luego lanzarse a la aventura. Hoy, muchas parejas cantan a dúo Contigo aprendí, aunque en un comienzo las amenazas de divorcio, de hecho o de derecho, fueron torrentosas.
Port eso, queridos y queridas, es importante que reciban ayuda oficial y respaldo ciudadano. No dejemos solos a estos chilenos que lo están pasando peor que nadie por culpa del maldito virus. No son los únicos oficios en peligro, por supuesto, pero podríamos estar varios días analizando a toda la sociedad afectada por esta tragedia que nos ha correspondido soportar, y el espacio y el seso no alcanzan.
Víctor Pineda Riveros
Periodista
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