Cuesta. Vaya que se hace difícil ponerse frente al teclado y tratar de escribir algo que despierte por lo menos una sonrisa en momentos como éste, en que cada día asoma más inquietante que el anterior.
La pandemia nos ahoga en la incertidumbre, nos indignan los que siguen atornillando al revés, tenemos familiares o amigos luchando por salir adelante -léase volver a pararse- nuestro sistema nervioso ya no es tan sistemático y ante tal panorama no es raro que estemos pesimistas, amargados y hasta paranoicos. Si esto se prolonga, los sobrevivientes se van a preguntar, ¿será cierto que antes de la irrupción del coronavirus la gente se reía?
Para que ello no ocurra, tratemos de mantener en alto la bandera del humor, con cosillas como la de aquel que dijo “por fin me tocó un bono, el bonotocai”, o la publicidad de una marca de pisco que incluye en la compra de una botella el regalo de tres pares de calzoncillos para no tener que andar a lo gringo hasta el fin de la cuarentena.
Otro relacionado con los bonos. Dicen que son como una olla sin orejas llena de agua hirviendo. No hay cómo agarrarlos. También se han puesto graciosos los hinchas de la U, inventándole apodos –todos irreproducibles- a su DT venezolano. Y ni hablar de lo repetido que resulta que te digan que te responderá la doctora Daza cada vez que preguntas hasta por dónde dejaron el café.
Reír para no llorar. Es lo que me sucede después de conocer a Kidd Tetoon, el muchacho que fue detenido por hacer un video con apoyo multidisciplinario en plena prohibición de actos masivos. Yo creía que después de haber visto y oído a Bad Bunny, Ozuna, Daddy Yankee y a otros próceres de lo insoportable, ya nada me podría sorprender, pero apareció el gordito y no me quedó otra que largar la carcajada. Me alegré sinceramente, porque me surgió de forma espontánea y, sobre todo, porque impidió que me pusiera a llorar pensando en Mozart, Chopin, Violeta, John y Paul.
No es lo único, por supuesto. Igualmente me ha sacado de la languidez el estado de las palomas instaladas en las calles por los comandos de los candidatos a gobernador, alcalde, constituyente o concejal. No debería ser causa de risa, porque demandan gastos que en buena medida salen de nuestro propio bolsillo, pero ver el desparramo de travesaños sosteniendo unos cuantos dientes, último recuerdo de lo que había sido el mejor ángulo de un sonriente pretendiente a autoridad, o un mechón de pelo igualmente peinado con esmero, obliga a pensar en si vale la pena que sigan insistiendo en esa forma de propaganda, porque, sinceramente, ¿las palomas sirven para algo mejor que para el desahogo del primer energúmeno que miró para todos los lados para comprobar que no lo estaban mirando o grabando en video antes de romper el cartelito? Para peor, la postergación de las elecciones hace necesaria la elaboración de nuevo material, que impajaritablemente va a tener el mismo fin que su antecesor.
Son malos días para encontrar razones para reír con ganas, es cierto. Sin embargo, no perdamos la esperanza, porque hasta esto tendrá que pasar a la historia. ¿Cuándo? La doctora Daza responderá esa pregunta.
Víctor Pineda Riveros
Periodista
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