Desde la ventana y a través de unos vidrios sucios, Alamiro me vio venir por el camino. Teníamos que juntarnos y hablar de los pioneros.. Antes de sonreír vio su propio reflejo y dos volutas de humo de cigarro que subían por las lucernas de mañío del dormitorio. Vio pasar por ahí mismo a los perros con su tristeza larga y sentía que era parecida a la suya, algo como desbocada entre los tortoles, chorreando igual que las gotas sobre los vidrios. Era Aysén en silencio y un auto viejo estacionado cerca de la tranquera de golpe.
Después entraron los potros por el norte, acoquinados sobre el barro de los corrales. Su cabeza estaba metida entre las líneas del libro que el abuelo siempre guardó en su velador y que nunca se lo confió, como si fuera algo peligroso para él. Sabía, eso sí, que cuando la muerte pasara a llevárselo al anciano, ese libro quedaría para él. Y podría leer solo y tranquilo el título con letras negras al medio de la portada: El cauce infinito. Y una frase nueva que pretendía explicar algo: …mi sangre navega sobre sus aguas rojas.
La llegada y el saludo al bajarme
Mire don Alegüe, comentó. Cuando mi abuelo murió, yo ya era todo un hombre. Así y todo, nunca me separé del libro, no iba a ser tan fácil por lo que mi abuelo pensaba sobre mí de que era un pichunchito, que me faltaba todavía.
Seis meses después, viviendo sus primeros aires de orfandad, el tropero Rosendo Ormeño le regaló un matungo medio oscuro que estaba ensillado y hasta con chapeados. Galopaba lindo el animal. Llegaba ahí Rosendo, el hermano de la tía Elba, que era una especie de tío de ojos azules que le ayudaba siempre a tratar de hacer las cosas bien y a ser el mejor, nunca le dio la espalda cuando se tratara de aprender.
Lentamente, fue logrando entender esos movimientos y a partir de las enseñanzas legadas por el abuelo y la visión solitaria del Cauce Infinito, se fue internando sin tregua a esas marañas tan difíciles que le imponía el mundo de los colonos.
Sus primeros años en las tierras largas
A punto de cumplir catorce años, Alamiro ya se juntaba con sus iguales, y sin pensarlo se vio involucrado en las ordenanzas de los capataces para entrar con sigilo y gallardía a su primera cuadrilla de esquiladores, jugando primero con una tijera común, acercándose de lejos a las ovejas madres para tirarlas de los garrones, y así poder llegar muchos meses después hasta una hermosa esquiladora con tijerón Sunbegin azul oscuro que ronroneaba lindo y lo hacía sentirse poderoso y valiente.
En esos años, las tierras largas, las pampas y arboledas parecían ser algo muy serio. Una tarde de tortas fritas, por primera vez fue testigo presencial de cómo se arreglaban los viejos al momento de pactar las compras de las tierras. Un raro señor canoso y muy alemán a quien todos conocían como el gringo Frauden, avanzaba con gran dificultad en medio de las carretas, debido a su cojera. Era un compadrón que llegaba de la Argentina a imponer el mate amargo, el facón y las bombachas, y lograba buenos tratos gritando como desaforado, sin dejar de tocarse la boina y acomodársela con ambas manos, especialmente cuando soplaba el viento sur y se arrancaban de las cabezas los sombreros y las gorras.
Para Balsindo, todo funcionaba de esa manera, como si viviera flotando sobre un lenguaje sordo y secreto. Observó el modo de transar y acordar los límites, y cuando las tierras fueron repartidas pasaron de inmediato a ser ocupadas sin impugnaciones ni reclamos. Y eso fue ley. Algo así como una cosa sagrada, plagada de suspenso se le fue arrastrando bajo las botas como si fuera una serpiente mortífera.
El nuevo dueño era Jacinto Vásquez y le cupo el honor de manejar sus nuevos territorios hasta rodearse de una confianza blanca que volaba sobre el gigantesco espacio del valle del río que se vaciaba en la hoya gris del Lago Esperanza.
A pesar de que Balsindo poco o nada entendía, sí se daba cuenta del lenguaje de los gauchos, y al faltarle mucho todavía para entenderlo, tuvo la certeza de que cada vez que lo asaltaba una duda o se presentaba una situación que no estaba a su alcance resolver o comprender, aparecía la imagen traslúcida del abuelo como por arte de magia desde alguna página del libro, en una señal inexplicable e incondicional que le hacía bien y lo llenaba de regocijo.
Agitado como en sus recuerdos primeros, el anciano le enviaba señales y le advertía que las ocupaciones pronto serían blancos de la codicia. Varios colonos libres principiaron después de la llegada de Vásquez, a instalarse en los alrededores y pocos años más tarde, cuando las miradas de sus ojos empezaban a posarse sin disimulo en las redondeces de las chicas, pudo conocer sin pensarlo siquiera a un nuevo personaje que había entrado a caballo a la casa vieja de la Matilde.
Era el manco Basualto, que entró acompañado por un tal Bartolo que rebenqueaba con ambas manos a sus bestias y a quien acompañaba el petiso Duamante. Fue ese el momento que los terrenos vírgenes del valle empezaron a ser poblados. El hecho coincidió con las chicas que entraron por los vecindarios trayéndose con ellas la dulzura de los primeros galanteos.
Llegan los encargados
Una tarde, Balsindo y otros encargados se encontraban marcando novillos frente al viejo corralón de la explanada. En un momento las faenas se vieron interrumpidas por un fragor de gritos y protestas acompañados por fuertes toridos de perros y el galope insistente de caballos bufando. Entonces pararon las marcaciones y se escuchó un breve diálogo.
―Buenas tardes… dijo alguien. Somos del departamento, y venimos a inspeccionar.
Después de un silencio que cortaba el aire, alguien respondió desde la tranquera:
―Buenas don. No hay problemas, pueden dejar ahí sus caballos y hacer no más lo que vienen a hacer, pero nosotros vamos a seguir aquí, no podemos dejar todo esto botado.
―Díganos, ¿quién es el dueño de todo esto?
―El mismo que le habla, Alamiro Vásquez.
―Francisco Wilson, ingeniero de Tierras. Entonces estamos empezando casi al tiro, luego de que levantemos campamento.
―Les recomiendo que vayan cerca del río, hay buenas arboledas y aguadas.
Toda la mañana y parte de la tarde estuvo la comisión inspeccionando. Eran cuatro. Y se movieron mucho con instrumentos raros y catalejos. Alamiro sabría después que al oeste del Mayer se habían instalado los Briceño los Baltierra y los Pérez junto a David Bahamonde, que eran chilenos ocupando territorios por propia voluntad. Supo además, que habían sido expulsados José Bahamondes y Aníbal Pérez, y que el español Osorio Matta y el uruguayo Eduvigio Morales habían dicho que estos dos habían entrado en rebeldía y respondido con tiros de revólver.
Los habitantes de las colonias
Poco después, casi a los treinta días, apareció tapada por el polvo una carreta llena de vicios y enseres con cuatro chiquillos y una mujer gorda. Eran los daneses Ericksen con don Heiner en el pértigo y los chilenos Domingo Leiva, Antonio Mansilla y José del Carmen Llaiquén, los que se instalaron a vivir en una de las orillas del lago Ciervo por el norte.
Osses me contó largos capítulos de su vida que no cabrían aquí. Volví al pueblo esa tarde oscura de Mayo con la idea de leer algún día ese cauce infinito, donde la vida de las personas se desliza por ahí, como si fuera cierto todo lo que escriben los escritores. Ya llegará ese tiempo, pensé. Allá afuera y lejos, empezaban las ovejas a avanzar hacia la noche.
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