Por Carolina Jaramilllo Jélvez
En enero del 2014 María Poveda toma el bus en Valdivia para llegar a Mariquina. Son las 10 de la mañana, el día está despejado y no hay prisa. María no está convencida, pero su vecina Raquel Barría insistió en la aventura de conocer el Sanatorio Santa Elisa.
-Llegamos a mediodía, me pidieron algunos datos y luego con otras señoras fuimos a recorrer la huerta. Después nos llevaron a almorzar a un gran salón –dice ahora María.
A sus 82 años, no recuerda detalles de la casa, pero sí el momento del baño reponedor.
-Me puse traje de baño y me llevaron a una pieza donde había una tina con agua muy perfumada. Me metí a regañadientes porque noté que el agua estaba blanca y tuve asco, pero después sentí que mi cuerpo no se podía mover. Por fin, estaba relajada –recuerda con nostalgia María.
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El Valle de Marikuga, territorio de 10 linajes, habitado en su origen por Williches y Lafquenches, es hoy conocido como San José de la Mariquina. Fue fundado el 7 de diciembre de 1850 por el presidente Manuel Bulnes.
Décadas más tarde retornaron misiones de Franciscanos, Jesuitas y Capuchinos con el objetivo de “enseñar la fe” y mejorar la vida del pueblo. Entre ellos, el capuchino monseñor Guido Beck proveniente de Ramberga, Alemania.
Beck era un hombre ilustrado con estudios de teología y conocimientos de la “Terapia Kneipp”. Convenció de la idea de un “Sanatorio” a Gustavo Exss, alcalde y empresario de la época.
El plan fue perfecto: Beck puso a disposición parte de los terrenos de la diócesis, el alcalde adquirió la propiedad faltante y la donó a la congregación; en suma, una manzana completa para la construcción de un centro de terapia holística.
El Capuchino pensó en un espacio para dar hospedaje a los monjes de la orden y sacerdotes extranjeros que retornaban cansados luego de misionar por largos periodos en la Araucanía y la costa de Mariquina, zonas con población mapuche.
En cambio, el edil deseaba abrir las puertas a la comunidad porque en esos años no había hospital en Mariquina y la gente tenía que viajar largas horas para llegar a Valdivia.
El 27 de noviembre de 1935 comenzó su funcionamiento el Sanatorio Santa Elisa. Recibió su nombre en honor a Elisa Mendoza, esposa del alcalde Exss. En su etapa inicial, se efectuaron terapias a misioneros, sacerdotes y religiosas. Más tarde, abrió sus puertas a la comunidad. Los sueños de Beck y Exss, fusionados.
El concepto de instalar medicina alternativa en la comuna fue otro cuento. De hecho, nadie se enteró quién era Sebastián Kneipp hasta varias décadas después. Mientras tanto, fueron las monjas quienes se encargaron de transmitir que el uso del agua fresca podía curar diversas enfermedades.
Con el paso del tiempo, en el año 2015 el método Kneipp fue declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO por ser una técnica transmitida de generación en generación y por su importante aporte al desarrollo de la sociedad.
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Durante las primeras décadas la casona estuvo a cargo de sor Edigna y las hermanas de la Santa Cruz provenientes de Alemania y Suiza. Pronto la alta demanda por la terapia Kneipp, que combina el uso del agua, nutrición, fitoterapia y la espiritualidad, traspasó los límites de Mariquina.
Visitantes de diversos puntos del país e incluso del extranjero viajaban al “Sanatorium” para internarse por un periodo mínimo de 15 días bajo el cuidado de dieciocho hermanas bávaras y un equipo de diecisiete jóvenes señoritas. Fue un espacio marcado por el género femenino.
Los aquejados deseaban curar los puños del tiempo, la melancolía o el cansancio; otros, tratar dolencias al hígado, estómago o simplemente disfrutar de experiencias sensoriales y alimentos orgánicos que allí, con tanto cariño, entregaban.
En aquellos años, los pacientes o curiosos debían viajar largas horas en tren, auto o bus, para finalmente atravesar el río Cruces en bote. Posteriormente, en los años 1930, con la construcción del puente de una vía, la conectividad facilitó el acceso a Mariquina.
Santa Elisa fue un punto de encuentro para la sanación y en épocas festivas como navidad y año nuevo, un lugar para las celebraciones donde las risas y brindis, contrastaba con el misticismo de los villancicos que anunciaban el nacimiento de Jesús. El momento más esperado era el ritual de la comida.
Las monjas se vestían de gala y preparaban menúes especiales aprovechando los ingredientes de la huerta y especias, Mostraban su talento que ratificaba el porqué del popular dicho “manos de monja”.
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Para María Poveda encontrar el sanatorio es fácil. Es una casona alemana ubicada en un sector céntrico de Mariquina, al borde del río Cruces. Su estructura es de madera noble, tiene numerosas ventanas y puertas que conectan el silencio de los pasillos.
Las paredes interiores son de color blanco, sus pisos de madera tienen el brillo de la limpieza, y cuenta con grandes ventanales de cuadrículas. Las sesenta habitaciones están repartidas entre la planta baja y el segundo piso, algunas individuales y otras familiares, con baño privado o compartido y un modesto mobiliario integrado por un ropero, escritorio y asiento. Para que más.
El jardín evoca todavía las manos de las monjas: delicado, aromático y encantador. Ideal para un paseo matutino para encontrar respuestas o simplemente disfrutar del aire. La tierra removida conserva vestigios de una huerta y árboles frutales sobreviven sin secreto de confesión.
-Aquella tarde fuimos a la huerta. Había chalota, cilantro, manzanilla, menta, zanahoria y otras plantas que no recuerdo su nombre. Pedí a una de las señoritas que me regalara una patilla y terminé con una bolsa llena de esquejes -dice María.
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Es otoño del año 1979.
Lucy Rodríguez Leveque despierta. El rayo del amanecer cruza su ventana y anuncia la nueva jornada. Pronto, empieza a sentir las caminatas de las religiosas, quienes en marcha solemne se dirigen a la primera actividad: rezar.
En forma paralela, las señoritas comienzan con las actividades de la casona. El crepitar de la leña convoca a hornear el pan y preparar la típica repostería alemana.
El ajetreo sigue con la recolección de huevos, leche, verduras y frutas para los jugos matutinos. Otro grupo de personas se encarga de verificar los signos vitales y la presión arterial de los pensionistas, y definir qué tipo de alimentación es la más adecuada para ese día.
-El desayuno era servido en la habitación, siendo uno de los momentos más esperados; el aroma del pan recién horneado, el café con leche fresca, el dulce y delicado olor de la mermelada, impregnaba de felicidad a los visitantes -recuerda Lucy.
Ella trabajó 30 años “puertas adentro” en el Sanatorio. Llegó cuando tenía apenas 17 años en 1976.
-La vida era intensa, pero no por ello menos amena o entretenida. Ingresaba a trabajar a las siete de la mañana y cuando llegaba la noche y los huéspedes terminaban sus terapias, me retiraba a descansar.
Uno de los tratamientos más solicitados era el “Guz”, que consistía en chorros de agua fría y caliente con distinta presión en el cuerpo. También los baños en las tinas eran muy cotizados. En éstas se esparcían romero, eucalipto, lavanda, y otras hierbas medicinales para aliviar contracturas, dolores musculares y mejorar la circulación de la sangre.
-La terapia se realizaba durante 20 minutos, el sonido de una alarma avisaba que se debía salir de la bañera, sin embargo, antes de poner los pies en el suelo, debían rociar sus extremidades inferiores con agua fría hasta la altura de las rodillas en tres oportunidades –repasa Lucy.
El típico orden, limpieza y visión de las religiosas, mantuvo al sanatorio como un lugar organizado y un espacio de aprendizaje donde los empleados podían aprender recetas alemanas, cultivar la tierra y uso de hierbas medicinales y de otros métodos en los que el agua era sagrada.
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Consuelo Vásquez trabaja en la Seremi de Educación en Valdivia. Es oriunda de Mariquina y prefiere viajar todos los días los 48 kilómetros que separan ambas ciudades antes que cambiar su pueblo.
Vive en la calle Godofredo Mera a media cuadra del Sanatorio. Cuando era niña siempre tuvo curiosidad de entrar a esa “casa Alemana” de majestuosos jardines. “Era un lugar misterioso”.
La típica curiosidad infantil, la llevó más de una vez a desviar sus ojos cuando la puerta estaba abierta. Las monjas con sus atuendos hasta los tobillos y cofia blanca eran como personajes de cuentos.
-Tenía unos 5 años la primera vez que entré, acompañé a mi abuela a ver unos familiares. Era como un mundo mágico, lleno de plantas, todo ordenado, todas vestidas de blanco. Las cosas eran muy bonitas y había un olor a hierbas, inolvidable a pesar de los años -dice Consuelo ahora a sus 55 años.
En el Sanatorio no permitían el ingreso a los niños y niñas, pero Consuelo tuvo suerte porque su abuela y su mamá gozaban de una amistad con las monjas.
A los 7 años comenzó a ir los domingos a la misa de las 9.30 en la capilla del Sanatorio. Con su hermana Fabiola se instalaban en la planta de arriba. La panorámica permitía ver a todos los vecinos arrepentidos.
-Éramos las únicas cabras chicas que andábamos en la misa, bien ordenaditas, fuimos por muchos años porque éramos obedientes y no metimos boche -recuerda Consuelo.
Las misas de Semana Santa y Navidad fueron los eventos más codiciados por ella, no sólo por la mística, las voces angelicales sino porque al finalizar la misa las monjas regalaban galletas de miel.
-Los domingos la monjita de la cocina vestía de negro impoluto, se sentaba en la primera banca a mano izquierda, después llegaban las dos monjitas del hospital que eran sor Amadea y Agustina, vestían de gris porque eran de la congregación de la Santa Cruz.
Consuelo nunca olvidará a Sor Emilia. Delgada, de estatura baja y voz rigurosa. Cuando había que hacer traslados médicos en los años ‘70 se subía a la ambulancia y manejaba. Dicen que hacía volar la ambulancia hacia Valdivia. Una conductora al estilo fórmula uno.
También era conocida por su perro. Un bóxer café que la acompañaba en sus caminatas y que, por cierto, era el único de aquella raza en el pueblo.
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La construcción de un hospital era una necesidad en Mariquina. Cuando se instaló el Sanatorio destinó parte de su infraestructura para entregar atención primaria a los habitantes de la comuna y ofrecer tratamientos curativos. El proceso fue lento.
En un extremo se ubicaba el Sanatorio, en el otro, un centro médico. Y en ambos espacios las monjas cumplían sus roles. En general, ellas eran todas profesionales; había asistentes sociales, matronas, arsenaleras, entre otras, quienes compartían sus conocimientos en el sanatorio y, en otras oportunidades, aplicaban la medicina occidental.
-La alta demanda de ambos servicios, terapias naturales y atención occidental, hizo que el sanatorio se expandiera en 1937, construyéndose la primera ala de madera. En el segundo piso se instalan las primeras salas de hospital o pensionado como le llamaban, y abajo los que se habilitan box de consulta médica para atender al público –señala Fabiola Vásquez, ex matrona de Santa Elisa.
Fabiola Vásquez es hermana de Consuelo, tiene 54 años. Ingresó a trabajar al Sanatorio Santa Elisa en 1990, recién egresada de la universidad, ejerciendo allí la especialidad de matrona por 19 años.
-Ha sido la mejor experiencia, no sólo porque pude desarrollarme como matrona, sino por la mística y la presencia de las monjitas, quienes se entregaban de lleno a servir al prójimo En ese tiempo la directora del hospital era Sor Amadea, y Sor Agustina, quien era enfermera, estaba a cargo de toda la parte técnica clínica, con ella entrabamos a pabellón y nos asistía durante los procedimientos médicos -indica Fabiola.
La fusión de la medicina tradicional y alternativa trajo bienestar y prestigio al Sanatorio. La retórica religiosa en la intervención médica otorgó la credibilidad para que cientos de familias arribaran cada año a curar sus dolencias espirituales o físicas.
Recién en el año 1967 se inauguró la construcción de la primera parte del hospital en dependencias de Santa Elisa, recubierta de un delicado mosaico que aún conserva.
-En el segundo piso se instalaron los servicios de medicina, esterilización. Abajo estaban los servicios de medicina para hombres y pediatría. Más tarde, en el año 1987, se construyó el último anexo del hospital. Ahí se situó la sección de maternidad donde se hacían las cesáreas, se atendía a la gente de Mariquina, y pacientes de Valdivia que venían a tener sus hijos de forma particular –señala Fabiola.
Santa Elisa logró ser uno de los pocos recintos médicos a nivel nacional que dependía de la administración del Obispado de Villarrica y no del Estado.
En el año 2015 la entidad religiosa comunicó a la autoridad regional en salud su intención de no continuar con el recinto asistencial tras 49 años de servicio. Luego de diversas negociaciones, lograron un acuerdo y en enero de 2016 fue traspasado al Servicio de Salud Valdivia, convirtiéndose en el Hospital Mariquina.
El espíritu de las religiosas continúa en el otro extremo, con el Sanatorio y el Establecimiento privado de Larga Estadía para Adultos Mayores (ELEAM).
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Actualmente la ciudad de Mariquina tiene una población cercana a los 19 mil habitantes. Su actividad económica gira en torno a tres vertientes: la industria forestal, el comercio y la prestación de servicios.
Es un territorio que aún conserva dinámicas típicas de pueblo: todas y todos se conocen, los recados familiares se transmiten por radio, las grandes compras se realizan en la capital, Valdivia; y Santa Elisa continúa tatuada en la memoria como patrimonio y orgullo de los sanjosinos.
Ya no hay misioneros ni religiosas, sólo el párroco del pueblo. La forzada transformación del Sanatorio tras la pandemia obligó a los administradores a tomar decisiones: despedir trabajadoras, replantear el modelo y buscar alternativas de financiamiento.
Hoy Santa Elisa es un Establecimiento privado de Larga Estadía para Adultos Mayores, destinado a entregar servicios residenciales y de cuidados a personas mayores, pero además con la opción de seguir ofreciendo sus tradicionales terapias a la comunidad.
-Nosotros partimos cuando el sanatorio Santa Elisa era un centro de descanso y relajación, luego se hicieron las modificaciones por distintas razones, como el estallido social y la pandemia -explica Leticia Nirian, actual directora del recinto.
El modelo mixto de atención condujo inevitablemente a una adaptación de los espacios y del personal. El primer piso se destinó para los adultos mayores del ELEAM para lo cual se debió instalar barras de desplazamiento para facilitar la movilidad, adaptar y contratar profesionales especialistas, entre otras exigencias de la autoridad sanitaria.
-No hay un fin en nuestra historia, es una evolución. Ofrecer un servicio de larga estadía va en la línea de prestar un servicio de bienestar a la sociedad. Muchos aún no saben de esta adaptación, ya que el recinto funciona de forma mixta –declara Leticia.
El segundo piso mantiene la mística de sus orígenes. Habitaciones para alojamiento, espacios para la hidroterapia y la complicidad de los visitantes, quienes mantienen la “fe” o “confianza” en el agua como fuente reparadora de sus dolencias.
Las veinticuatro personas mayores que viven de forma permanente en el recinto también reciben los tradicionales tratamientos: hidroterapias, fisioterapias, alimentación saludable y la conversación sumisa de quienes ya recobraron su bienestar.
Es un espacio donde el tiempo parece haberse detenido.
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